La vida es un paseo. Y lo que nos ocupa la mayor parte de este tiempo limitado, generalmente no tiene demasiada importancia. Es un poco «naif» decirlo en estos términos, pero alcanza con la muerte de algunos seres muy queridos, para entender el tiempo perdido sin ellos, habiendo podido compartirlo.

En poco más de un año, se me fueron dos amigos. Los otros dos miembros de una pequeña «peña», que nació por meras coincidencias y se fue atornillando a base de cierta frecuencia y el valor de algunos asuntos que quedarán en mi recuerdo, y ellos se llevaron en silencio.

El «Negrito» Sanchez Romero y yo, nos conocimos a través del periodismo. Sin embargo, al poco tiempo, descubrimos que nos unían muchas otras relaciones, historias comunes y una enorme pasión por las mismas cosas: el oficio, el fútbol y la literatura.

A Juanchi Stettler, lo conocí muchos años antes, y eramos los «esposos» de dos amigas, que sin pelearse nunca, se fueron distanciando, mientras nosotros nunca dejamos de vernos.

Los tres, en 2011 fundamos «la peña mesa chica», en la que entrabamos exclusivamente los tres.

Esas cenas, esos asados, esos encuentros, solian tener las dosis necesarias de intimidad, que nos permitian descargar las frustraciones, nuestros temores, las penas, las crisis personales, y tambien, claro, las peleas por fútbol y política.

Los tres amabamos la historia. Juanchi, arquitecto, era un ávido lector y apasionado por las pequeñas grandes historias de los héroes nacionales. El Negro, que nunca renegaba de sus origenes de orilla y pobreza, siempre sabía un poco más. O lo agregaba, para hacernos enojar.

Juanchi era un «alemán» rubio, con ojos claros y piel blanca. Al «Negro», ni siquiera hace falta explicarlo. Yo andaba por el medio, siempre, y me divertía mucho porque me sentía una especie de engranaje entre los dos.

Ambos, siempre, sabían cuando tenían que estar. El negro era, en ese sentido, imperturbable. Cuando la vida me fue jugando malas y me condenó a algunos meses de soledad, no hubo semana en la que no me buscara para salir a cenar y fomentarme el ego. «Si vos no salís de esta.. ¿ Que me queda a mi?» decía, mientras controlaba mi humor y me lo hacia estallar.

Con Juanchi, éramos más distantes, pero su militancia por la amistad siempre ganaba. Nunca dejaba de mandar mensajes, ni de elogiar nuestras notas, ni de opinar sobre nuestras realidades profesionales. Nos halagaba y decía sentirse orgulloso de nuestros «logros».

Ahora, que pasaron un meses largos del último adiós a Juanchi, ahora que pasé por su amada Rosario del Tala y lo lloré en la plaza del avión que el diseñó para homenajear a los soldados de Malvinas, y donde pidió que dispersaran su memoria.

Ahora que puedo mirar las fotos de los tres abrazados y sonrientes, burlandonos siempre de dos contra uno. Ahora que me reencuentro sin quebrarme y que elijo una de las tantas fotos de la mesa, como fondo de pantalla.

Ahora, es cuando por fin puedo escribir lo roto que me dejaron. Lo solo que me dejaron.

La despedida del Negro fue abrupta, pero esperada. La tarde antes de morir, me llamó para que fueramos a visitarlo a Juanchi, que se recuperaba de una sesión de quimio más. Y yo le dije que estaba «ocupado». El negro fue, como si hubiera sabido que se trataba de una despedida. Durante muchos meses, y aún hoy, no consigo recordar aquello tan «importante» que me privó de darnos el último encuentro de los tres.

Juanchi y yo lo lloramos a solas. Y a fines del 2023, las noticias eran alentadoras para él. Tanto , que había «tocado la campana» en la sala de tratamientos oncológicos, y nos juntó a todos los amigos en un inolvidable festejo de sus 60 años. Esa noche estaba tan luminoso, que muchos creimos que de verdad había alcanzado el milagro de sortear por segunda vez en su vida, al maldito cáncer.

Sin embargo, a los pocos meses todo cambió. Y aunque le puso toda la garra que supo ponerle a cada causa que encaraba en su vida, una noche fría nos llegó la maldita noticia.

Con él, no me quedaron deudas. Una semana antes había tomado coraje y fui a despedirme. Le sostuve la mano durante casi una hora, le hice chistes y le pedí que no se rindiera. Sin embargo, salí de esa casa rogando, que no sufriera más.

Los dos se fueron en poco tiempo, y muy jóvenes.

Yo, que me jacto de saber con mucha presencia, que tengo amigos que me acompañan desde hace cincuenta , cuarenta, treinta y veinte años, no puedo terminar de digerir sus ausencias.

Ahora que se empieza a ir el invierno, que huele a jazmines la calle de mi casa, que se acerca un nuevo cumpleaños, no puedo dejar de pensar en ellos. Con mucha tristeza, claro, con un inmenso vacío, pero con la suficiente ternura como para recordarlos con una sonrisa.

Cuando vamos llegando a los tres cuatros del tiempo que razonablemente vamos a vivir, la amistad cobra un valor cada vez mas grande. Los amigos ya no significan la diversión, ni el pasatiempo. Sino un refugio donde vamos depositando nuestras resignaciones y revelando nuestros verdaderos y silenciosos temores por aquello que no sabemos que vendrá.

A mi me hacen falta esos dos canallas. Cuando paso por sus últimas casas, me cuesta creer que ya no están a mano para charlar y darnos un abrazo.

Hoy que por fin lo puedo escribir, digo que con ellos se fue una parte mía que no tiene reemplazo.

Soy el único testigo de un trio que será, como tantas cosas, una leyenda privada.

Ahora, mientras veo caer el sol, y la luna gigante promete un eclipse, me quedaré en el patio buscando, vanamente, alguna señal de encuentro.

Eso si, y tal como lo juramos, el último hará el esfuerzo de quedarse para contarlo y recordarlo. Nunca sabré si soy un privilegiado, o si me ganaron de mano.

Sé que el hueco anda flotando por mis dias y cada tanto, me permito la media ilusión agnostica de volver a encontrarnos.

Y si algo me queda claro, es que no hay cosas «mas importantes» que ir al encuentro de un amigo cuando llama. Ni sabemos cuando será el ultimo abrazo apretado.

La vida es un paseo maravilloso. Ellos me lo embellecieron en vida. Pero me lo llenaron de tristeza en poco tiempo.


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