Cuando se muere Antonio Gasalla, por ejemplo, se interrumpe por un rato el Filógelos*.

Nos detenemos en el tiempo y recopilamos recuerdos y recordamos lo que el artista nos regaló. Y en ese inventario, nos preguntamos quienes se ocuparán de revivir a Mamá Cora, a Soledad Solari o a la empleada pública. Y la respuesta es el motivo principal del duelo: nadie, nunca más.

Cuando se muere un humorista, se mueren los ojos finos que observan alrededor y son capaces de detectar en el hombre y la mujer común, características que el resto de los humanos no advertimos o no sabemos descifrar, y ellos los transforman en representaciones precisas, que nos devuelven identidades cercanas, identificaciones inmediatas. Espejos desde donde burlarnos de nosotros mismos, y de los demás también.

Cuando se muere Gasalla, por ejemplo, se produce un vacío tan grande, que se parece bastante a la orfandad. Se vuelven a morir Aristófanes, Lope de Vega, Buster Keaton, Groucho y todos los Marx, Laurel y Hardy, Los tres chiflados, Chespirito, Mundstock, Tato Bores, Daniel Rabinovich, Fontanarrosa, Mesa, Olmedo y todos los uruguayos de Comicolor.

Se detiene el tiempo y nos desnuda: ¿ Y ahora? ¿ Quien nos señala ese punto de fuga?

Cuando se muere el humorista, el comediante, el actor que nos destornilla, elimina nuestras inhibiciones y nos convierte en seres completamente vulnerables, despojados de nuestras culturales defensas, de los miedos y las fobias.

Ay, que duele cuando se muere el humorista.

Porque los humoristas, maldita sea la indignante pretensión de los «hombres cultos», son los más imprescindibles artistas que tenemos a mano los que vamos de a pie, para poder vengarnos del idiota , para poder burlarnos del soberbio, para poder enfrentar sin desigualdades al poderoso.

Los comediantes, son médicos generalistas. Filósofos sin postureo. Amantes en la soledad. Puertas de emergencia en medio del incendio existencial.

Cuando se muere un humorista duele. Porque la escena se vuelve obvia, previsible, groseramente aburrida. Y desaparece la sorpresa. Y nos volvemos a acomodar en ese quicio solemne, en esa letra somnolienta. En ese páramo que es la vida sin risas.

Cuando se mueren los Antonio Gasalla, se mueren con ellos nuestros mejores humores del cuerpo. Nuestros mejores bajos instintos.

Se apaga la carcajada que nace de esa chispa en el cerebro y bombea endorfinas y bombea sangre y nos provoca meadas, incontenibles deseos de sacar del cuerpo lo que sobra, lo que molesta.

Cuando muere un humorista, se detiene un motor único, irrepetible e irreparable, que transformaba la realidad opaca, en una otra paralela con colores que, hasta el remate del buen chiste, desconocíamos.

Cuando se muere un humorista, también nos morimos un poco nosotros.

# El Filógelos (en griego antiguo Φιλόγελως, ‘amante de la risa’) es una recopilación de chistes en lengua griega. Es la recopilación de este género más antigua conservada. Está escrita en griego y el tipo de lengua usado indica que pudo haberse elaborado en el siglo IV, según William Berg.1​ Se atribuye a Hierocles y Filagrio, sobre quienes se sabe poco.2​ Debido a que en el chiste 62 se menciona la celebración de los mil años de Roma, quizá la recopilación date de una fecha posterior a este suceso del 248 d. C.3​ Aunque es la colección de chistes más antigua conservada, se sabe de otras anteriores. Ateneo cuenta que Filipo II de Macedonia pagó para que un club social de Atenas escribiese los chistes de sus miembros, ya a principios del siglo II a. C. En las obras de Plauto encontramos dos veces a un personaje que menciona libros de chistes.


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