En los últimos días, la frase se me volvió una obsesión. El ingreso violento de un cliente de la EPE de San Jorge, descontento por la falta de respuestas , me impactó. Dos chicas casi se matan a trompadas en un boliche de Esperanza. En la constituyente, una convencional juega al límite con descalificación de una persona que está peleando con la muerte. Nos tratamos mal, demasiado mal, y no vemos al otro. Perdemos de vista al otro y a las circunstancias que lo rodean. La discusión pública invita a la violencia, especialmente desde el gobierno nacional, y la economía corroe la paciencia.
Es una obviedad, pero cada uno de nosotros alimentamos la hoguera de la violencia pública. Ya no se trata de reclamos de sectores que visibilizan la violencia sistémica que sufren, sino del trato cotidiano. Del modo en el que nos comunicamos. Del modo en que nos referimos al otro. Del lenguaje oral y físico frente a la demanda del otro. De la indiferencia o de la agresividad directa, sin que medien motivos que- como mínimo- expliquen .
Se agrava cuando la indiferencia o la violencia viene del Estado. Del funcionario o de la autoridad. Cuando el que debe dar respuestas no las da. Cuando el que debe contestar no contesta o ignora la demanda. O directamente, cuando el responsable de los asuntos públicos, como el presidente, arrojan kerosene verbal a la hoguera de las diferencias.
Los argentinos, nos tratamos demasiado mal. Y ese destrato, nos pone al borde del estallido. Y en el estallido, ya lo sabemos, se pierden todas las referencias sobre el otro.
Porque lo que nos pasa en realidad, es que no estamos mirando al otro. Ni a sus urgencias, ni a sus angustias, ni a sus desesperaciones.
Es probable que las respuestas que esperan de nosotros no existan, claro. Pero aún en la falta de respuesta puede existir amabilidad, respeto por el que nos habla o llama. Consideración por la situación que vive.
No pasa sólo en lo publico, claro. Ocurre a diario en las clínicas, en las prepagas, en los negocios , y en las viviendas que ven interrumpidas sus actividades cotidianas con el timbre inoportuno de una mujer hambrienta que «pide algo»
Ocurre en la indiferencia frente a quien nos pide algo en los semáforos. O en la mesa de los bares, cuando alguien pasa a ofrecernos un par de medias o un ramito de flores.
Nos convertimos en animales. En bestias salvajes que ven en el otro el peligro por el metro de nuestras existencias.
Es obvio que si nuestro presidente descalifica a discapacitados, a trabajadores de la salud o a aquellos que simplemente no repiten sus delirios, la cosa se vuelve dificil.
Pero nosotros no tenemos por qué responder de la misma manera. Convertirnos en espejo de esa fase de animalización.
Es probable que lo ocurrido en la EPE de San Jorge sea, tan solo, el estallido de una existencia cansada de otros destratos y que estalló en esa oficina, como pudo haber estallado en su casa o en una cancha de fútbol amateur un sábado.
Pero alguien, algunos, nosotros, no lo miramos a tiempo. No hubo un encuentro de ojos que le diera alguna calma, alguna esperanza, o simplemente, alguna explicación.
Y lo peor de todo, es que nos desentendemos. Echamos siempre la culpa al otro, del exceso de sal en el caldo. Y todos, le vamos metiendo condimentos excesivos al líquido, hasta volverlo inflamable.
Tratarse bien, no puede ser una excepción.
Mirar al que nos habla, prestar esos segundos de atención, sonreir aunque estemos diciendo que no. Saludar cuando entramos y nos despedimos. Agradecer la atención. Preguntar antes de acusar. Respetar al que carga malhumores de otro lado, y tenerle paciencia para que se vaya acomodando.
Todos somos víctimas de este tiempo desolado. De este estado de guerra no declarada. De esta bomba neutrónica que parece no haber detonado, pero cuyos daños se empiezan a ver en los rostros de los transeúntes y los que esperan en la sala.
Todos, de alguna forma u otra, somos pacientes de esta pandemia de insalubridad mental.
Todos estamos bajo presión, en estado de ansiedad continuo, alterados y confundidos por este presente. Y angustiados, claro, por el futuro.
Pero eso no puede ser excusa para maltratar al otro. Para interrumpirle el paso. Para dejar de mirar en la necesidad ajena, simplemente a un semejante.
Tratame bien, que seguramente la devolución será un mejor trato.
La regla parece demasiado elemental, pero no deja de ser casi infalible: recibimos siempre lo que damos. Y siempre, vuelve.
Hagámonos cargo de nuestro metro de responsabilidades. Que a lo mejor, contagia.
Tratame bien.





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