Es asombroso este país: Aquellos que tuvieron el dominio de lo público durante casi dos décadas, con mayorías legislativas casi automáticas y con los principales sindicatos adentro de la gestión, no hicieron ninguna reforma a las leyes que regulan el trabajo y que han generado casi un 40 % de empleo en negro en Argentina.
La defensa del status quo es bastante obvia: durante este tiempo, los sindicatos y especialmente sus dirigentes – con excepciones, claro-se han constituido en un cordón de nuevos ricos. Durante las gestiones menemistas y Kirchneristas, incluyendo al Macrismo y a la flemática gestión Delarruista,se sostuvieron las normas establecidas para la regulación laboral de los años 60 y 70 del siglo XX.
Con las consignas conocidas, los dirigentes sindicales convirtieron a sus gremios en poderosas herramientas de presión, que incluso se beneficiaron de algunos espantos del desguace menemista: El ejemplo más claro es el de Camioneros, propiedad privada de Hugo Moyano y sus hijos, que aprovecharon la desaparición del ferrocarril para quedarse con el monopolio del transporte de cargas del país. Y luego, con otros sindicatos. Y luego, en factor de poder fáctico para paralizar a las empresas que no se adherían a su «modelo gremial»
Alfonsín intentó un cambio en 1984: La ley Mucci, que pretendía democratizar a los gremios, garantizando la participación de las minorías y limitando los mandatos. Se la tumbó el peronismo en el senado. El mismo senado que luego acompañó a Menem en todas las decisiones que produjeron el segundo golpe mortal al modesto perfil industrial que pretendía Argentina.

Fue precisamente con el menemismo, sin olvidar la matriz instalada por la dictadura de 1976, cuando se produjo la ola de despidos de trabajadores estatales más importantes de la historia, como consecuencia directa del proceso de privatizaciones.
El país se llenó de kioscos y remises, inversiones que nacieron de las indemnizaciones de los despedidos de las empresas estatales, y forjaron un primer cordón de trabajadores precarizados, que pasaron a llamarse «monotributistas».
Con pocas excepciones, el sindicalismo acompaño silenciosamente el proceso. Entonces el premio fueron las Obras Sociales gremiales.
Desde entonces, y prácticamente sin pausa, la generación de trabajo privado en el país fue cayendo. Y la única maquinaria de «inclusión laboral» pasó a ser el empleo público. Hay un dato que se naturalizó, pero que habla del desnaturalizado indicador de dependencia estatal que tiene Argentina: Algunas estimaciones indican que el número total de empleados públicos se sitúa entre 3.4 y 3.9 millones, lo que representa casi un 10% de la población. Traducido: de cada diez argentinos, hay casi uno que vive de manera directa del empleo público, y si eso se multiplica por un número familiar tipo, se podría decir que 4 de cada 10 habitantes del país, subsisten con recursos públicos.
A eso hay que agregarle el gasto social: Desde la devaluación post 2001, con la creación de las Manzaneras de Duhalde y la extensión de los planes «jefes y jefas de Familia» que derivó en decenas de planes nacionales a lo largo de este cuarto de siglo: Entre 2014 y 2022, el presupuesto devengado en programas sociales aumentó más de un 25%. Los sucesivos gobiernos apostaron por aumentar la inversión para suplir la insuficiente creación de empleo genuino y contener a la población frente a los efectos nocivos del estancamiento económico y la inflación.
O sea: Entre los empleados públicos, las jubilaciones no contributivas creadas por Cristina Kirchner, y la multiplicación de planes sociales, generaron un nivel de dependencia estatal directa de casi un 50 % de los Argentinos.
Argentina tiene una cantidad significativamente mayor de empleados públicos por habitante a nivel nacional . comparado con Brasil (52 contra 18 ). Y en las provincias, el crecimiento del empleo público fue sostenido: Tierra del Fuego encabeza el ranking con 128 empleados públicos por cada mil habitantes. Le siguen Santa Cruz y La Rioja (114), Catamarca (108) y Neuquén (102). En el otro extremo, Córdoba tiene 32 empleados públicos por cada mil habitantes, la Provincia de Buenos Aires 37, y Santa Fe 40.
Síntesis: en un país enterrado en una recesión casi continua desde 2009 hasta 2025, solamente los Estados nacional, provinciales y municipales, han sostenido la generación de empleo. ¿ Cómo se sostuvo? con una acumulación cada vez más gruesa de impuestos directos e indirectos, que pesan especialmente sobre los sectores medios del país.
Las Pymes, que generan entre el 66 y el 72 % del empleo privado del país, están bajo un fuego cruzado de amenazas de extinción: Sin crédito blando, con una carga impositiva asfixiante, con el costo laboral ( total ) más alto de América Latina- y su impacto sobre la competitividad- y leyes laborales que las ponen en riesgo de subsistencia, vale preguntarse : ¿ No creen, los sindicatos, los empleados públicos, los beneficiarios de la solidaridad social que sostenemos los argentinos, que es hora ya de establecer mejores reglas laborales, adaptadas a las normativas de los paises «normales» del mundo?

A las grandes empresas, no les importan esos temas: ellos administran los recursos a través de sus casas matrices, o funcionan- Vicentin es un buen ejemplo- sirviendose de los amigos de turno en cada turno de poder.
La reforma es necesaria, a pesar de las «grandes», porque el peso principal de la generación de empleo, no pasa por ellas. Nadie , con una mínima sensibilidad social, puede desconocer el riesgo que implica una modificación de las leyes laborales, al servicio de las grandes empresas y de los monstruos internacionales que piden una baja del costo laboral , para venir a invertir al país.
Sin embargo, y habrá que decirlo otra vez – entre otras cosas para entender el resultado electoral del 26-0- los responsables de esta situación, no son los que ahora vienen a proponer «su reforma», sino los que desaprovecharon las condiciones institucionales y económicas favorables, para establecer reglas que ayudaran al crecimiento del empleo en blanco y la radicación de inversiones que generaran nuevos empleos y le quitaran el peso de la subsistencia a los estados.

No lo hicieron cuando debían hacerlo. Por necedad, por incapacidad, por condescendencia con los sindicatos que los dejaban gobernar sin presiones, a cambio de mayores beneficios para el negocio gremial- clubes de campo, obras sociales, clínicas, y empresas proveedoras de los sindicatos en manos de familiares de los dirigentes- y por un complejo ideológico: Algunos creen que gobernar es solamente atender las urgencias. Además, gobernar es proyectar un país. Y en ese proyecto, generar las condiciones para que la economía crezca, para que la riqueza se multiplique y para que los sueños de sus habitantes no estén atados a los designios del jefe de turno.
Para eso, del mismo modo que para afrontar la desesperante situación de las obras sociales estatales y las cajas de jubilaciones, hace falta tomar decisiones que tienen, nadie lo discute, costados muy dolorosos. Pero que han demostrado, y en esto la legislación comparada es lapidaria, que suponen un piso elemental para cualquier proceso de crecimiento.

Un país con pretensiones de igualdad social, no puede permitir que los privilegios gremiales pesen más que las necesidades laborales de quienes no acceden a obra social ni a jubilaciones, por no tener trabajo regulado.
Tampoco es posible pensar un país más rico, con el 50% de su población viviendo exclusivamente de los recursos públicos.
Son debates que hay que afrontar, sin consignas adolescentes ni soluciones mágicas que no encuentran hoy, ninguna correlación de fuerzas en la sociedad. El tiempo era el comienzo del siglo 21, la post devaluación de Duhalde, las ventajas macros y los vientos de cola de la economía internacional. Ahora es tarde. Ahora gobiernan los que piensan distinto. Y tienen lo mismo que tenian aquellos que desaprovecharon la buenaventura: los votos




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