Si «Chiqui» Tapia entendiera el hartazgo que generó en la mayoría de los hinchas argentinos, probablemente hubiera parado a tiempo. Pero seguramente no lo sabe. Porque le pasa lo que generalmente le pasa a los «Nuevos poderosos»: vive aislado en lujos asiáticos, se traslada en helicópteros, y está rodeado de un grupo de incapaces ambiciosos que con tal de tenerlo contento, le aprueban todas las ocurrencias.

¿ Es Tapia un corrupto excepcional? No. Si nos asomamos a sus acciones corporativas, debemos ser honestos y decir que sus acciones no difieren mucho del resto de los dirigentes del fútbol del mundo. Lo que hace, lo hicieron Grondona, Havelange, Blatter y lo siguen haciendo todos los responsables del fútbol: Forjan negocios multimillonarios, organizan torneos en los que hay trampas, montan organizaciones violentas, acomodan las normativas a sus necesidades y si, claro, a veces ( muy pocas veces)sus excesos terminan en la cárcel.

Lo digo sin vueltas ni vergüenza: Si los hinchas de fútbol pusiéramos como condición para sostener nuestro vinculo con ese deporte, la honestidad de los dirigentes, ya no habría fútbol. El fútbol es, desde las bases de la organización de cualquier liga libre hasta la cúpula de la FIFA, un negocio donde imperan reglas confusas y arbitrarias.

Ejemplos hay de sobra y en el fútbol argentino, tenemos un historial infinito de asuntos sospechosos: Ganamos un mundial en plena dictadura, clasificando a la final con un 6 a 0 a Perú, cuya ilegitimidad nunca se confesó, pero que todos damos por sentada y nunca cuestionamos. Lo mismo ocurre con el gol de «La mano de Dios» en el Mundial 1986. Celebramos ese gol a lo largo de la historia cómo una virtud, más allá de su ilegalidad.

O sea: la moral no nos importa. Los dirigentes del fútbol, con pocas excepciones, no tienen reparos en la ley ni en los medios para llegar a sus objetivos, y nosotros- los hinchas- compartimos esos métodos y los aplaudimos.

De ahí para abajo, todo: sabemos ( o al menos suponemos) que hay partidos que se arreglan, que hay árbitros que benefician o perjudican dependiendo de las necesidades del poder de turno, que los Barras Bravas son soldados protegidos de los dirigentes, que esos mismos dirigentes vaciaron decenas y decenas de clubes, y que nunca, jamás, debieron responder con sus patrimonios por los daños ocasionados.

El fútbol es así, y todos los que estamos asociados emocionalmente a él, lo sabemos o deberíamos saberlo, pero seguimos prendidos a esa especie de ficción porque hay algo en lo que seguimos creyendo: en la pelota, en el talento, en ese imponderable continuo que es el juego. El fútbol es como una buena película, y lo único que queremos los espectadores, es creer en la trama.

Los resultados en el fútbol tienen que parecerse a la realidad. Los hinchas, para disfrutar esos resultados, deben sentir que son genuinos. Si lo que ocurre, en cambio, es notoriamente digitado, se pierde el encanto.

Lo que nos gusta es la ficción. Creemos en eso que pasa en el rectángulo, del mismo modo que creemos en la trama de una pelicula o una serie. Y lo que queremos de esa ficción es que sea de calidad. Porque somos de los mejores productores de futbolistas del mundo y nos sobra calidad para hacer de nuestros torneos, unos de los mejores del mundo.

Todos sabemos que las historias que vemos, están condicionadas por los directores, los productores y la calidad de los actores. Creemos en esas historias, porque se disimulan esas intromisiones. Lo que salva a la ficción es precisamente esa capacidad para enmascarar la realidad, y la convierte en algo que para el espectador pasa a ser verdad, aún sabiendo que se trata de una puesta.

¿ Pero que nos pasaría con esa pelicula, si en medio de las escenas definitorias de la trama, aparecieran los técnicos acomodando los sillones, maquillando a los actores, o peor; si el director ingresara a corregir a los actores en medio de la escena, porque no le gusta cómo la están interpretando ?

Lo que nos quedaría sería eso : las irregularidades, la desprolijidad, y la historia que nos querian contar, ya no sería creíble. Por geniales que sean los actores y por interesante sea el guión.

En los últimos años, amparado y envalentonado en el logro del mundial 2022, Chiqui Tapia se convirtió en un director que cree ser más importante que la pelicula. Y no disimula nada: En el fútbol del VAR, imperan los arbitrajes injustos. En los despachos de la AFA, se toman decisiones que están reservadas a lo que ocurre en la cancha.

Lo que está ocurriendo con el fútbol argentino no es nuevo. Lo nuevo, si, es la torpeza y la vulgaridad con la que se procede.

Chiqui Tapia no entiende el juego ni el vínculo de los hinchas con ese juego. Lo que pasa con el título de Central, lo que ocurre con los equipos protegidos de la B nacional, con los fallos arbitrales, y con la antojadiza manera de correr las reglas, sin cuidar ninguna de las formas, arruina el juego. Y deja de ser creíble.

La reprobación a las acciones del presidente de la AFA y su ejército de trogloditas empoderados, no es ya ético. Es estético: Los hinchas queremos, al menos, que cuiden las formas. Que nos devuelvan la sensación de creer que lo que ocurre en la película es real, aunque todos sepamos que no es real.

La proximidad del mundial, la continuidad de Messi y Scaloni, y todo lo que ellos generaron en la sociedad, está siendo licuado por esta pornográfica administración de Tapia y lo más paradójico es que su permanencia, su continuidad, depende de los éxitos de ese colectivo virtuoso.


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