No caeré en la tentación de distinguir a los hombres que administran la cosa pública solamente entre Estadistas y meros Dirigentes.
La clasificación ha sido superada hace muchos años y si bien, los primeros suelen contarse con los dedos de una mano, no ha de negarse que los segundos- en especial aquellos que han ejercido la práctica política desde la juventud- suelen tener una formación adecuada para las tareas gubernamentales u opositoras, ayudados en muchos casos, por las nuevas herramientas comunicacionales que les indican por pocos pesos, que decir y que no, cómo sonreír, y de qué manera pararse frente a determinadas circunstancias.
Tampoco hay que renegar de aquellos que tienen ambiciones personales. En general todos las tenemos y es propio de la naturaleza humana pretender el acceso a los mejores lugares posibles, y ver los apellidos subrayados por las páginas de las historias.
Pero este texto está inspirado en una reflexión de lo que mal llamamos “un ciudadano común”. Que si bien ignora (y ese es uno de los principales problemas de un país que batalla por resolver sus problemas) las dificultades que supone administrar un Estado y tomar decisiones con todos los límites que la realidad impone; no dejan de observar con cierta simpleza lo que los “hombres de Estado” suelen perder de vista rápidamente.
Mi “ciudadano común” me preguntaba sobre las sobreactuaciones, las superposiciones, y sobre todo sobre los apuros personales, cuando existe tanta deuda por pagar en la gestión.
«¿ Por que un tipo se quiere ir de un lugar en el que no cumplió con sus obligaciones a uno más grande, antes de que se termine su mandato? ¿que lo apura?
Una vez, recordé, un político santafesino me respondió a la misma pregunta, con una respuesta asombrosa:
Yo le pregunté por que iba a ser candidato a Gobernador, si podía ser de nuevo intendente y terminar lo que había empezado. Y él me respondió:
- «No me dan los tiempos. Si no, no llego a la presidencia»
Ese día entendí que a aquel señor no le importaban demasiado los asuntos públicos, sino sus propios bronces. Y le fue mal. Hoy busca cierta notoriedad en programas de desordenados debates televisivos, y procura que le aseguren su continuidad como legislador.
Ese hombre, que había proyectado muchas ilusiones, era un político. Sus ambiciones, sus apuros y sobre todo, las deslealtades, lo redujeron a un Politiquito. Al que nadie le da demasiada importancia. Ni cuando habla, ni cuando opina dentro de su grupo.
La historia reciente está llena de politiquitos. Esos que asomaron como promesas de liderazgos importantes y terminan ocupando bancas legislativas para seguir viviendo del presupuesto estatal. Y nada más.
Las historias se repiten. Los hombres parecen no aprender, no ya de sus errores, sino de los errores ajenos.
Cada día, si estamos atentos, aparecen ejemplos de acciones innecesarias que manifiestan egoísmos, ambición desmedida, competencias no declaradas y sobre todo, apuro de algunos, por ocupar rápidamente, otros lugares que los que ocupan ahora. Incluso para los que fueron elegidos hace poco tiempo.
Y es ahí donde un Político corre el riesgo de reducirse a “Politiquito”
Un sujeto que, desbordado por su ambición personal o grupal, apura los tiempos – como si eso fuera humanamente posible- y convierte a su día de gestión en un día de proselitismo.
Y aunque no está mal pensar que no hay mejor campaña que una buena gestión, muchas veces, sino todas, la ambición y el apuro derivan en un extravío de los objetivos; y la ciudad que gobierna, o la comuna, o su diputación, termina desdibujada por el descuido que le provocan sus ambiciones.
Ahí el Político cae en la trampa de creer que “el tipo común” no se da cuenta de lo que él va pensando, y se equivoca. Generalmente es ahí, cuando quienes lo votaron empiezan a notar que aquel a quien confiaron sus asuntos comunes, está pensando en otros asuntos.
El político que entiende que sus obligaciones son las que les demandó el ciudadano. Que todas sus horas deben estar entregadas a ese mandato. El que encabeza los reclamos de los sectores que se ven perjudicados por dificultades de coyuntura, o el que se esfuerza por convertir en realidad lo que prometió, o mejor, lo que cree fervientemente que cambiará para bien la vida de la gente; ese, tendrá perdurabilidad en el tiempo. Aunque no consiga escalar cargos, aunque la suerte y los contextos no lo ayuden a terminar accediendo a las máximas responsabilidades. No importará: la gente lo recordará como lo que fue: un dirigente. Y algunos escribirán su historia, mencionándolo como un Estadista.
El Politiquito, en cambio, casi con seguridad fracasará en el intento.
Sus apuros lo obligarán a cometer deslealtades. A incumplir promesas, a desatender sus obligaciones con quienes lo votaron. Sus agendas llenas de actividades superficiales que sólo sirven para sacarse fotos con quienes, ellos suponen, los ayudarán a llegar antes de lo esperado, omitirán los asuntos importantes.
Ocuparán sus días pensando cómo sacarle ventaja al probable adversario. Ocupará su cabeza proyectando operaciones para debilitar al de al lado, aunque forme parte de su propio Partido o Alianza. Se cruzará de vereda, si hiciera falta, para cumplir sus objetivos. Tomará las decisiones leyendo encuestas, escuchando asesores, rodeado de un microclima que sólo perseguirá el mismo objetivo: llegar a ese otro lugar.
Y lo peor: correrá permanentemente el riesgo de ser traicionado por aquellos que lo vieron traicionar. Y será preso eterno de las decisiones de otros, que ya no serán quienes lo votaron, sino quienes lo pusieron o lo pondrán, si les conviene.
En estos tiempos, es razonable entender que los problemas que tenemos como sociedad, son de una complejidad y de una gravedad cada día más difícil. Y para intentar resolverlos, hacen falta políticas grandes con dirigentes políticos lúcidos y comprometidos con sus obligaciones. Pueden o no ser estadistas, con ser políticos alcanza.
Pero con Politiquitos, seguro que no. Ellos no sólo no estarán a la altura de solucionar los grandes problemas. Porque les importan muchos más los suyos.