Hace algún tiempo leí en un blog una frase interesante:«la mediocridad es enemiga íntima de la elegancia. Porque el mediocre busca el respaldo de la manada y el cobijo de la aceptación ajena. El ser elegante, por el contrario, no necesita de la continua aprobación del resto de los mortales. Es por eso que los complejos son el fundamento de la mediocridad»
Mi mujer llega a la cocina con unos paquetes de rotisería y me cuenta: «hace un rato lo crucé a tal, no sabés como me saludó! ¿ él creerá que yo no sé nada?» Nos reímos. Me imaginé a mi mismo en el lugar de tal. Besando con una sonrisa a su mujer. «Evidentemente ha perdido la elegancia» le dije» y recordé la frase que había leído en el blog.
Hace algunos años atrás, muchos años atrás, tantos que ni siquiera recuerdo cuantos, tomé una decisión personal que me ocasionó dificultades, pero que supuso una definición de vida: abandoné la comodidad de un estudio jurídico que mi padre había acondicionado para mi, ya recibido de abogado, y me dediqué a lo que me gustaba.
Aquello supuso un mojón en mi vida por diversos motivos: Enfrentar la desilusión de mi padre con todo el peso que implicaba su mirada para mí, afrontar la incertidumbre que supone abrazarse a una pasión y no a las conveniencias y las seguridades, y sobre todo, someterme a mi propia inseguridad. En aquellos años, los de la candidez plena, yo no sabía ni siquiera si podía hacer lo que quería hacer. No confiaba en mi, y la mirada del «otro», genérica, era demasiado pesada.
Lo que si sabía distinguir, por instinto y formación natural – la Universidad sirve, entre tantas cosas, para conocer nuestro ilimitada ignorancia – era a quienes debía escuchar y a quienes no. Quienes eran realmente maestros y quienes, aún anunciándose como tales, incluso reconocidos como tales; no lo eran.
Hubo quienes me ayudaron a confiar en mi, y hubo quienes, buscaron profundizar aquellas inseguridades. Más temprano que tarde, eso se supera. Y desde allí se avista con agradecimiento a quienes te ayudaron. Los primeros fueron mis maestros. Los otros, fueron quedando en el olvido.
Desde entonces, y siguiendo a aquel libro de José Ingenieros que nos iluminó la adolescencia seguí una premisa : «Un entusiasta, expuesto a equivocarse , es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El primero puede acertar; el segundo, jamas»
Y así con la vida. Uno crece con quienes te invitan a crecer, enseñándote, permitiendo equivocarte. Nunca con quienes te invitan a la protección permanente, dejando sentado que sin ellos al lado nunca serás nada. Hay hombres y mujeres que saben y no dicen saber; mientras que pululan los que se jactan de saber lo que nunca sabrán. Y los efectos de la compañía de ambos, generan efectos distintos.
Entonces, bajo esa certeza, fui tomando decisiones. En una vida en la que las decisiones se pagan, porque siempre habrá quienes te las reprochen. Incluso de buena fe. Y eso es arriesgar. Exponerse y si corresponde, pagar. Que no es otra cosa que hacerse cargo. Para bien o para mal. Administrar los resultados de esas decisiones, implica administrar las mieles y la hiel. Es decir, la libertad.
Y hay quienes lo aceptan y te enriquecen; hay quienes no lo aceptan pero son generosos y te acompañan- fue el caso de mi familia, de aquel padre decepcionado, por ejemplo- y hay quienes, vaya a saber bajo que influjos ( o complejos) no lo aceptan jamás, no te lo perdonan jamás, y a lo largo de los años, aún sin que uno lo note, van cociendo una enfermedad tóxica, que se llama resentimiento.
Eso me pasó con un ex compañero, cuyo nombre prefiero no recordar. Y mientras yo fuí viviendo, haciendo, eligiendo, equivocando, acertando, ganando, empatando, perdiendo, sufriendo, festejando, cayendo y levantando tantas veces como hizo falta, él permaneció a lo largo de estos incontables años en el mismo lugar: físico, intelectual y especialmente espiritual. Nunca me perdonó el «abandono»- una libre elección- de un proyecto que compartimos, pero que a mi no me enseñaba nada, y se pasó décadas, mirando, señalando, y criticando a «aquel que lo abandonó», sin acercarse jamás al tipo en el que uno se va convirtiendo, mientras pasan los años y vamos creciendo.
En todos esos años, hice todos los esfuerzos posibles para que lo entendiera. Me senté a tomar un café, le expliqué cómo había sido entonces las cosas desde mi lugar; después, en situaciones de normales movimientos laborales donde la supuesta «victima» del desplazo era yo, tuve gestos de manifiesta colaboración con sus nuevos emprendimientos- incluso aquellos que me desplazaban a mi- ; y compartimos tragedias personales , como la pérdida de afectos en común, que pudieron concretar un verdadero acercamiento. Pero no pudo ser. Nunca lo aceptó, y sinceramente, no me quedaron más opciones que olvidarlo. Y lo olvidé.
Una vez , en otro lugar, en otro trabajo, me equivoqué feo. Dije algo inconveniente en un micrófono y un grupo de ensañados políticamente conmigo, lo usaron para generar daño. El uso no era contra mi, sino contra quienes podían haberse visto afectados por aquel error.
Los únicos que lo celebraron y lo utilizaron fueron las lacras de siempre. Los que uno considera lacras, y él.
Mientras todos los colegas honestos, inteligentes, nobles- incluso aquellos que políticamente tenían motivos para usarlo- prefirieron «pasar» piadosamente de aquel error, este ex compañero, prefirió ir a fondo. Y llegó a extremos inexplicables, involucrando a sus propios compañeros en una especie de «vendetta» pública.
Recuerdo que aquella reacción, me enojó mucho, y comprendí, no ya que debía insistir en olvidarlo, sino que el resentimiento- acompañado de la mediocridad- te hacen perder la elegancia. Y que no hay nada más penoso que un resentido.
Hace pocos meses, en un juicio laboral, apareció en la lista de testigos en mi contra. Me causó mucha gracia, me resultó patético. No tenía nada que decir, no había nada que él pudiera aportar al esclarecimiento del conflicto. Pero aún así, fue a lamer las medias hediondas de sus patrones. Ya no le quedaban casilleros por llenar. Pobre tipo. Mi vida no merece semejante esfuerzo. A esta altura, con mis propios errores alcanza y sobra. No entiendo semejante sacrificio, y en especial, tanta pérdida de elegancia.
Ese juicio terminó en un acuerdo, era una obviedad: ¿ el resentimiento te lleva a perder, incluso, la noción de la dimensión de la cosas? ¿ o sólo le ocurre a los resentidos mediocres, que pierden con esos dos componentes, la elegancia?
Quienes a cierta altura del partido que es la vida no entienden que lo importante es el surco propio, y en especial, ayudar al surco que les permita el crecimiento a los demás; no tiene arreglo. Si a determinada edad, y cierta decadencia, no se entiende que la «aprobación del resto de los mortales» es un síntoma de debilidad y profunda mediocridad, está desperdiciando salud y tiempo. Está desperdiciando vida.
En este enero lluvioso, mientras miro por la ventana la noche que exclama electricidad grandiosa y promete un amanecer complicado, se me ocurre pensar en los resentidos que pierden la elegancia, y me acordé de él. Un nombre que prefiero olvidar, o mejor: que ya olvidé, a pesar de sus interminables esfuerzos.
Una cosa que si voy a recordar siempre, como aprendizaje y como valor para mis hijas: nunca hay que quedarse prendido a un dolor o una incomprensión. Siempre es conveniente elegir la libertdad, para uno y para los demás. Así se tejen las mejores sensaciones, y los verdaderos afectos. El resentimiento, es el peor camino para la salud mental. Y es veneno continúo para las almas.
Querido Coni: A los giles, ni cabida.