alfonsin el hombre

Semana Santa de 1987 será siempre el recuerdo de Alfonsín diciendo «Felices Pascuas» en el balcón, de la sociedad civil movilizada en forma unívoca, de las caras pintadas de un grupo de oficiales facciosos de las FFAA que jaqueaban al sistema porque se sentían ellos mismos jaqueados por el avance de las causas judiciales.

Alfonsín había derogado la autoamnistía, había constituido la CONADEP, había acompañado la decisión de llevar adelante el Juicio a las Juntas Militares que gobernaron durante la dictadura ( que todavía sobrevivía en los Grupos que entonces denominamos la «Mano de Obra Desocupada» y que se dedicaban a Secuestros impactantes, entre otros negocios) y había dado un guiño de continuidad en el enjuiciamiento a las jerarquías menores con manifiesta responsabilidad en crímenes de lesa humanidad.

Menuda tarea y valentía política, entonces,  en plena «Era Reagan», con Juan Pablo II y Walesa dando los golpes finales al Muro de Berlín y al Comunismo,  con Pinochet gobernando en Chile ( hasta 1990), Stroessner en Paraguay (hasta 1989), y el débil comienzo del proceso democrático en Uruguay con Sanguinetti y en Brasil con Sarney, un vicepresidente que ocupó la presidencia tras la muerte de Tancredo Neves algunos dias antes de asumir.

Y en Argentina,  un contexto económico complicado,un país vaciado por la dictadura, endeudado hasta los tuétanos, con un alto nivel de desocupación para la época, y con un régimen de intercambio comercial desfavorable.  Ah: y con minoría en el Congreso, con la CGT que había resistido a la Reforma Mucci y un Peronismo que lo esperaba a la vuelta de la esquina.

En diciembre de 1986, bajo la fuerte presión de la todavía poderosa corporación militar, el vocerío de Mariano Grondona y Bernardo Neustadt monopólicos en la televisión de entonces, los diarios Clarín y La Nación, la complicidad de los sectores de derecha de su propio partido – entre los que se destacaba su vicepresidente, el cordobés Victor Hipólito Martínez; y el voto de la totalidad de los diputados y senadores del peronismo y el radicalismo, Alfonsín pidió que se votara la ley de Punto Final.

La ley imponía un plazo de 60 días para la presentación de las denuncias judiciales contra los militares o civiles que hubieran participado de la dictadura. Y las consecuencias fueron caóticas: centenares y centenares de denuncias se presentaron en los Tribunales, lo que generó un colapso en las mesas de entradas pero algo que agudizó el conflicto: el punto final derivó en el eventual comienzo de causas para oficiales y suboficiales ( como el caso del entonces Cabo Milani), que rápidamente reclamaron protección a sus superiores, y desafiaron al Presidente.

Así se produjo el levantamiento de Semana Santa de 1987. Preanunciado como amenazas en las editoriales de los diarios, advertido y conjurado por los sectores que no le perdonaban a Alfonsín el camino de la justicia que había elegido  y celebrado por las primera fuerzas democrática que asomaba en el país: la UCD.

Entonces el levantamiento, la movilización, el respaldo popular, el debate weberiano de Alfonsín, la madrugada en la que caviló si tenía sentido derramar sangre del pueblo argentino, la noche que  sus ojeras pardas se instalaron para siempre como bolsas debajo de sus ojos. Entonces la soledad, el abrazo del oso de los opositores y nosotros: los jóvenes que entonces no lo entendimos, los que lo puteamos ignorando la gravedad de la hora, los que colaboramos  en debilitarlo «corriendo por izquierda», como si entonces hubiera sido posible más allá de los discursos vacíos y de adolescente barricada.

Semana Santa de 1987 será recordada siempre como la antesala de la Obediencia Debida, de una fuerte decepción en la resolución del conflicto, pero fundamentalmente como el comienzo del final del gobierno de Alfonsín que pagó en octubre con las elecciones nacionales: el peronismo se quedó con la Provincia de Buenos Aires y con casi todas las demás. Quedó en minoría absoluta en la Cámara de Diputados que se sumó a la ya hiper opositora de Senadores. La CGT de Ubaldini y Triaca, ya unificadas, habian cumplido su ¡ séptimo paro nacional! entonces, y los gobernadores amigos hasta esos días, dejaron de ser amigos para convertirse en brutales opositores. Entre ellos se destacaba un melenudo riojano, que con Poncho, acento gracioso y Mística de caudillo decimonónico, se codeaba con el Jet Set y enamoraba a la gente con su «don de cercanía»: Carlos Menem.

Las elecciones de octubre de 1987 significaron el comienzo del final de Alfonsín que apretado por las demandas externas y los condicionamientos internos, apuró las reformas negándose a la aplicación de planes  ortodoxos plenos y pagando por eso costos mayores.  Más deuda, más paros, más fragilidad económica, más movidas militares exigiendo mayores límites a los juicios. Y un final con humos, piquetes en las esquinas, la toma de La Tablada,  hiperinflaciones infladas desde el exterior por enviados calvos que azuzaban el fuego, y  un coro de  estúpidos (como yo) que en lugar de defenderlo, le exigíamos lo imposible.

Lo mismo le corresponde a la prensa progresista de entonces, a los dirigentes democráticos, a los millones de hombres y mujeres de clase media que no entendían lo que efectivamente estaba ocurriendo. Y a quienes terminamos favoreciendo.

Hoy la historia es fácil de contar y difícil de creer. Los que vinieron prometiendo «cambiar la historia» aplicaron el plan neoliberal más salvaje que recuerde el país y además… dejaron en libertad a todos los militares, incluyendo a Videla y Massera, con los indultos.

El jefe del levantamiento Carapintada, terminó siendo elegido intendente de San Miguel en la Provincia de Buenos Aires, y luego funcionario nacional del gobierno de Menem.

Lo demás es fácil de contar, queda apenas a la vuelta de la esquina que acabamos de doblar.

Hoy que es fácil de contar la historia, y dificil de entender, Alfonsín se ha convertido en un nombre sagrado de nuestra historia democrática, y así debía ser.

Lo que no debemos olvidar, para evitar repetir los mismos errores, es que la historia es nuestra propia realidad tamizada por el paso del tiempo. Y que somos nosotros los que la vamos escribiendo.

En el caso de Alfonsín, aquella semana santa, fue la consagración de nuestras equivocaciones mayores, por ignorancia y ansiedad; y nuestra colaboración colectiva en el derrumbe su gobierno.

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