A la medianoche del 10 de octubre de 2017, millones de tipos se fueron a dormir con una sonrisa en el rostro. Con la calma que da la certeza de saberse fuera del bochorno y la tristeza que sólo el fútbol es capaz de producir en nuestro país.

Si. Al fin se acabó el martirio y la incertidumbre. Por fin, los gritones de la tele y la radio que se excitan anticipando tragedias, guardarán silencio. Y afortunadamente, ya nadie encontrará en un resultado de fútbol, ni en las ocasiones de gol extraviadas en los palos, motivos para reconocerse en el fracaso. Si. Los argentinos tenemos la idea de que la suerte de nuestra selección lleva consigo nuestra propia suerte colectiva. La sóla idea de vernos fuera de un Mundial nos aterroriza, porque allí es donde quizás, creemos vernos identificados con la realidad.Los argentinos creemos que somos lo que es la selección, y en ella proyectamos nuestro destino.

Es obvio que no, pero lo creemos. Y así lo vivimos. Y aún peor: ni siquiera somos capaces de aceptar que podemos ser segundos en un mundial o en una Copa América. De esas experiencias, que para cualquier otro pueblo del planeta serían honores, también salimos heridos y maltrechos, maldiciendo a los jugadores que «no ponen huevos».

Nuestro destino es ser campeones o no ser nada. Y generalmente, no somos nada. A pesar de ocupar lugares que muchos otros, jamás ocuparán.

Y en la noche del 10 de octubre de 2017. En coincidencia con aquella noche lluviosa que vió llorar a Palermo gritando un gol frente a Perú, y a Maradona hacer la plancha con su traje Armani en un charco, el alma nos volvió al cuerpo, de la mano de un hombre que nunca termina de ser identificado como argentino pleno. Que no tiene ni las maneras, ni la soberbia, ni la pedantería que nos gusta que tengan los líderes.

Una noche, los argentinos, por fin, fuimos salvados por la corrección, la mesura, el bajo perfil, y el talento de Lio Messi.

Que ya nos había dado un mundial juvenil, una Medalla de oro en los Juegos Olímpicos, un subcampeonato del Mundo y dos subcampeonatos de Copa América. Pero igual no alcanzaba. Ni alcanza, claro. Ni alcanzará.

Lo cierto es que contra todo la «argentinidad» que demanda «huevos», una noche de octubre, «nos salvó» el talento. Y los argentinos recuperamos la paz y el honor.

Para los que amamos a Messi siempre, fue un alivio. Sólo por él. Porque iba a  quedar en la historia como el «Capitán de los que nos dejaron afuera del mundial». Porque se salvó del martirio definitivo, del maltrato animal del argento herido, y especialmente porque no lo merecía.

No nos alegramos por la «selección» ni por el «país». Porque si tuvieramos incorporado el sentido de lo colectivo, si no estuviéramos amarrados a la idea de la «solución mágica» de nuestros problemas, si aceptaramos que sí, que las cosas se consiguen con mucho esfuerzo, con un poco de suerte, con organización, con método, con trabajo, con planificación, aceptaríamos que es posible quedarse fuera de un mundial. Que no es una tragedia. Que el fútbol es un juego. Y que nuestra suerte, depende mucho más de nosotros mismos, que de un Mesías que venga a salvarnos.

Pero aún así, Messi, que es el resultado de todo lo mencionado, lo hizo.

Y una vez más, los argentinos demostramos no estar a la altura de Messi. Y por fin, Messi, les tapó la boca.

Una para los buenos.

 

 

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