Se murió Federico Luppi. Gran actor argentino. No digo que haya sido el mejor, claro, no soy quién para decretar semejante cosa. Pero seguro que fue uno de los grandes. Lo dice su obra. Lo dicen sus películas. Lo dicen sus personajes. Pero sobre todo, lo dijimos todos, un poco más, un poquitito menos, alguna vez al salir del cine o el teatro.

Luppi está mezclado entre los Alcón, Brandoni, Alterio, Carella , Dumont o Brisky- por citar vivos y muertos- que hicieron películas trascendentes para el argentino medio, en años muy importantes para el país. Esos mismos tipos que con los años, se fueron consolidando como representantes de una «increíble manera de convencer al otro», según dice siempre Pepe Sacristán,  en todo el mundo de habla hispana.

Luppi es de los apellidos que solemos usar cuando bromeamos y le marcamos la facha o la calidad actoral a cualquiera de nuestros amigos. » ¿ que hacés, Luppi?» dijimos o nos habrán dicho alguna vez, seguro.

Luppi era ese marido que todas las argentinas quieren tener. El macho que las calentaba por la forma en que miraba y puteaba. El hombre que fascinó a varias generaciones con su voz gruesa y su dicción confusa pero inapelable.

Hasta que Luppi dijo lo que pensaba…

Los últimos años de Luppi fueron sombríos. Entre su natural e inocultable malhumor y su incondicional apoyo a la gestión de Cristina Kirchner, buena parte del público «lo alejó» de sus preferencias. Y de ser ese actor indiscutido, pasó- lo dijo él- a ser un actor sin muchas posibilidades de trabajo. Se quejaba de eso, como se quejaba del país. Y en algunas oportunidades, esos lamentos y quejas, lo convirtieron en un crítico feroz a las expresiones políticas con las que no congeniaba . De hecho algunas de sus frases fueron hirientes hacia sus propios colegas. En alguna oportunidad, el propio Ricardo Darín- uno de los pocos argentinos indiscutidos- fue objeto de sus reproches al llamarlo : » pelotudo».

Pero era su problema. Se expresaba angustiado, triste y ciertamente alejado del público. En uno de sus últimos reportajes dijo que «sentía que las cosas que decía lo alejaban de la gente. Que molestaba a la gente». Y en ese trance doloroso, se apagó.

Pero antes de eso, antes de sus manifestaciones políticas. Cuando el corralito de Cavallo lo obligó a irse del país sin un sólo centavo de sus ahorros, nadie lo cuestionaba.

Algunas historias de su vida privada que antes no importaban, cuando Luppi se posicionó políticamente pasaron a ser «centrales», y lo marginaron. Sus presuntos maltratos a su ex esposa Haydée Padilla, y su dureza al referirse a la madre de su hijo extramatrimonial uruguayo, se mezclaron como papilla y determinaron su conversión a «mierda humana», tal como lo expresaron muchos y muchas, hoy, en el día de su muerte, en las redes sociales.

No buscan estas líneas absolver de nada, ni defenderlo de lo que ignoro cómo fue.

Si, en cambio, pretendo recordar que antes de que Luppi tomara partido por el Kirchnerismo, mucha gente sabía sus asuntos privados y no no parecía importarles demasiado.

Y cierto es, también, más allá de nuestras posiciones consolidadas con los años respecto a la violencia de género, que la sociedad no puede juzgar con la mismas reglas lo acontecido hace cuarenta años como si ocurriera hoy. Por dos motivos elementales: el primero es cultural; la sociedad no procesaba de la misma manera a la violencia de género como la procesa hoy. Y en su consecuencia, los hombres, fuimos modificando nuestra formación machista, adaptandonos lentamente a la idea de igualdad de género.

Eso nos ocurre hoy, pero no nos ocurría hace cuarenta años. Hoy Olmedo, no podría hacer los sketchs que hacía.  Los hombres de antes » los que usaban gomina», no eran culpables de ser lo que eran respecto a las mujeres. Ese proceso, nos modificó. A los hombres, si. Pero especialmente a las mujeres que ya no admiten – en libertad, claro- una milésima parte de los abusos violentos de otras generaciones.

Luppi, entonces, fue un gran actor. Un patrimonio argentino. Un coloso de la escena. Y eso es lo que me importa recordar hoy.

Lo otro, todo lo otro, con las disculpas de quien se sienta ofendido; es el resquemor por las posiciones políticas. Es el desprecio por el hombre que no conocimos.

Es el prejuicio y el triunfo del odio en el que nos instalamos a la hora de discutir cualquier cosa en Argentina. Cualquiera.

El mismo odio que hoy le pesaría a Campanella o a Brandoni, si murieran.

El mismo odio y el mismo desprecio que le caben a artistas indiscutibles, como Dolina o Fito Páez, que de ser indiscutidos por su arte, pasaron a ser abyectos por su modo de pensar.

Entonces el problema no es el artista, ni el hombre, ni sus características.

El problema es la doble vara con la que nos acostumbramos a medir todo los argentinos. Esa que es capaz de borrar el arte de nuestras almas, para tacharlo con tinta de odio.

Pobre Luppi. Tremendo actor. Y eso, es lo que más me importa.

 

 

 

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