Si algo dejaron en claro las elecciones de octubre pasado, es que lo que vulgarmente llamamos «la centroderecha»- con todas sus particularidades de época – ha conseguido instalarse por primera de manera institucional en Argentina, sin atavíos ajenos. No se trata, aunque algunos pretendan insistir con esa interpretación, de una repetición de la utilización de las viejas estructuras partidarias para ejercer el poder. No. Por primera vez en toda la historia argentina post Ley Sáenz Peña, una línea de pensamiento conservador homogéneo ha conseguido establecerse como oferta de administración del poder político.
A diferencia del peronismo y el radicalismo, estructuras anchas y con vertientes ideológicas irreconciliables en su seno, el PRO- usemos si prefieren el sello Cambiemos- ha desarrollado una identificación con buena parte de la demanda de los ciudadanos que encuentran en su discurso y sus prácticas, la «normalidad», la «novedad» y el vehículo que los conduzca a una realidad parecida a la deseada.
Porque habrá que decir sin vueltas, que la democracia es eso: un sistema de gobierno que ofrece satisfacciones parciales, y en el que gobiernan generalmente las primeras minorías. Los demás, tienen la obligación de aceptar esa voluntad y el derecho a enhebrar alternativas que identifiquen a los demás. Cuanto más dividida esa oposición, obviamente, más fuerte será esa primera minoría. Y las unificaciones de posiciones, en una multitud de ideas diferentes, sólo serán espasmódicas y débiles.
El Kirchnerismo, la primera fuerza argentina nacida a la luz del siglo XXI, supo encontrar esa identidad en los Derechos Humanos y en un relato económico que naufragó más en sus formas que en sus resultados: una manera autoritaria de ejercer el liderazgo que no encuentra sitio en las demandas actuales, y un modo casi patológico de apropiación del Estado que, más allá de la corrupción, delineó el fin de sus existencia.
Será poco probable, a la luz de los resultados y de la insistencia autocrática de su liderazgo, que Cristina Fernandez de Kirchner vuelva al poder en Argentina. Su derrota en Provincia de Buenos Aires lo anticipa. El resto del peronismo, como siempre, procura un nuevo liderazgo y no parece que lo busquen en esa dirección. El final del Kirchnerismo está fijado especialmente por un alto rechazo social a la fuerza, que indefectiblemente incluye a su lider.
El populismo de izquierda, entonces, por darle un nombre, parece correr la suerte de sus liderazgos. Y en el horizonte, puede convertirse en una fuerza pequeña, sostenida a base de místicas personalistas, sin otra identidad ideológica que esa. Las fuerzas políticas sostenidas exclusivamente desde la linea de pensamiento de un lider perecieron en el mundo o se mantienen a base de regímenes represivos o autoritarios, como Venezuela.
El peronismo por primera vez en su historia parece desfasado de identidad. Las diferencias ya no se resuelven con distribuciones antojadizas de espacios de poder, sencillamente porque el poder, ineditamente, ha encontrado en Cambiemos una identidad cómoda y genuina. No necesitó de Menem y del PJ para ocupar el sillón, ni eligió un radical para encabezar, como en el fracaso de De la Rúa.
La prescindencia de ambas estructuras, o de buena parte de ellas, habla de un cambio social. Que no impacta sólo en los partidos sino en el resto de las fuerzas sociales que conforman la estructuras del poder político nacional.
Los Sindicatos ya no son lo que eran. Las demandas laborales no se resuelven con la fuerza corporativa, sino que exigen conocimiento profundo del cambio del paradigma que trajo la tecnología, y requieren de una inteligencia superior a la media para poder afrontar la complejidad del momento. No alcanza con consignas y negociaciones de mesa.
El Peronismo, en esa crisis; y el radicalismo absorbido en buena parte por la «nueva fuerza» nacional, lentamente asumen la inevitable realidad: son fuerzas de otro siglo, representan paradigmas de otras sociedades, y estarán condenados a ser lo que son hoy: fuerzas colaborativas de procesos ajenos, o a no ser definitivamente.
Dicho de otro modo, ninguno de los dos representa per se una opción genuina de poder para la sociedad argentina. Ninguno de los dos genera expectativas de futuro, y más allá de las aisladas suertes territoriales, deben afrontar de una vez por todas el debate existencial. O son o no son, definitivamente.
La pregunta entonces es quién articulará la oposición al PRO en los próximos diez años. Porque ninguna duda cabe que el proceso iniciado por la presidencia de Macri tiene objetivos que superan a las presidenciales de 2019 y además, que pretende hacerse con las gobernaciones centrales que le faltan: Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos.
En ese escenario, y descartado el Kirchnerismo en su propio y centrífugo estado de desintegración, cabe preguntarse quién ocupará su lugar. Y quienes serán, en dos, tres o cinco años, los encargados de establecer una opción real, creíble y sustentable de gobierno en Argentina.
La respuesta es variada, pero si reconocemos al gobierno como la primera experiencia de centroderecha genuina que consiguió hacerse con la mayoría de las voluntades argentinas, bien podemos pensar que lo que Argentina está necesitando hoy, y de cara a los próximos 20 años, es una opción de centroizquierda que entusiasme al electorado. Y eso, hoy, está vacante y ausente en el horizonte del ciudadano: no está, no existe como tal, y nadie parece abocado a su construcción.
La experiencia del Frente Progresista en Santa Fe, con casi diez años de gobierno en la provincia, parece ser el único ejemplo de gestión a mostrar. Sin embargo, entre los embates del Kirchnerismo con sus injustificables operaciones sobre los gobiernos Socialistas, los intentos – por ahora fallidos – del PRO de quedarse con el gobierno provincial- montado sobre los argumentos que inventó el Kirchnerismo, y las dificultades propias que afronta la coalición de gobierno- empezando por sus asuntos internos, los cabildeos de algunos de sus integrantes, la lesión que le causó la huida oportunista de un sector del radicalismo- y siguiendo por los naturales desgastes que implica la continuidad en el poder, van quitándole fuerza y necesita de una urgente reconfiguración, que incluya su decisión de convertirse en fuerza nacional o conformar esa nueva fuerza ausente.
El error es preguntarse con quienes, y no empezar por el qué. La experiencia del PRO lo demuestra con contundencia: No se trata de establecer nombres, sino una fuerza que sea capaz de entusiasmar al ciudadano. Que se manifieste claramente sobre los asuntos públicos, que exponga sus opiniones sobre la situación del país sin especular con los efectos internos de esas opiniones. Que se exprese homogéneo, que responda a la realidad desde el sentido común y lejos de las consignas del siglo 20. Que contenga cuadros dirigenciales que entiendan a la nueva realidad como el factor a resolver, y no al pasado como reiteración, de hecho imposible, pero a la vez probadamente ineficaz.
Hablo de una coalición de centroizquierda que reconozca en las instituciones sus límites, en la República su funcionamiento, y en el ser humano, su eje de construcción, sin dogmas inaplicables, ni místicas ajenas.Lo que Alfonsín denominaba «La democracia social».
Lo que representó la UCR en el 83, lo que intentó ser el FAP, el fracaso del UNEN, o la propia experiencia del Frente Progresista en Santa Fe. «Eso» debe encarar ahora su etapa fundacional definitiva, sin exclusiones prejuiciosas, y sin amontonamientos electoralistas.
La Centroizquierda es, como en casi todos los países del mundo, la fuerza ausente en Argentina, y debe recomponerse: allí está el radicalismo alfonsinista, allí hay sectores del peronismo también extraviados en la búsqueda, allí expresiones pequeñas pero claramente asociables, como la fuerza de Lousteau en Buenos Aires, el también desgastado GEN de Margarita, Libres del Sur, algunos movimientos sociales que sobrevivieron a los impactos de la corrosión K, los Sindicatos que no se articulan exclusivamente detrás de la figura de Cristina, el propio Socialismo, claro, y millones de argentinos huérfanos de una opción.
El error será, una vez más, creer que el objetivo es meramente electoral y que demande resultados urgentes. No. La construcción debe ser lenta, sólida y debe abandonar los sobresaltos del día a día, para consolidarse como una opción verdadera. De esas que sobreviven a las derrotas eventuales, y crecen lenta, pero permanentemente.
Esa es la gran ausente del mapa político argentino. Los intentos, naufragaron entre las inconveniencias ajenas y las incapacidades propias.
La última pregunta, sin respuestas es si de verdad alguien lo está pensando. Y en ese caso, qué esperan para empezar.