Transitamos con muchos amigos, nuestro quincuagésimo año de vida. Demasiados años cómo para no tener memoria, muy pocos para no soñar con acumular muchos recuerdos más.

Demasiado grandes para no aceptar que ya es natural que nos merodeen las muertes cercanas, pero muy jóvenes para aceptar que la propia pueda llegar pronto.

Muy grandes, demasiado,  para no saber asar. Muy jóvenes para creer que ya hicimos nuestro mejor asado. Que ya conocimos el mejor vino, que tomamos el mejor whisky o aceptar como definitivos nuestros conocimientos sobre las borracheras y los excesos.

Nuestros cuerpos no parecen tan jóvenes. Sin embargo lo son, y no es tiempo, todavía, de aceptar la panza como definitiva. Grandes para salir a correr como jóvenes, pero no tanto como para resignarnos a no correr una maratón el próximo invierno.

Demasiados jóvenes para no fumar un porro con cierta libertad. Pero lo suficientemente grandes, como para saber que las drogas son una mierda.

Ya no estamos en edad para andar escondiendo nuestros gustos musicales. Muy pronto para no aceptar consejos de nuevos géneros, nuevos discos, nuevos autores, nuevos guitarristas. Pero, asumámoslo: ya sabemos que nada será mejor que Beatles, Spinetta, Piazzolla, Gershwin, la voz de Mercedes Sosa, las canciones de Charly García o para creer que habrá temblores má intensos en el pecho que los bombos de Ron Wood en River.

Muy jóvenes para negarnos al deseo, a mirar culos y tetas con hambre primitiva o para resignarnos a creer que lo mejor del amor ya pasó. Pero somos grandes, muy grandes, para seguir ignorando a los Lapachos y los Jacarandaes, mientras caminamos por las veredas. Para no conmovernos con la naturaleza en flor. Demasiado, como para no haber estallado de asombro  viendo llegar nubes negras o el súbito viento del sur.

Que nadie nos quite la ilusión de seguir conociendo el mundo, que va. Que nos quedan muchos kilómetros por recorrer. A mi me falta buena parte de Asia, me gustaría conocer Australia, o flotar en el Mar Muerto en Israel. Pero sepamos que ya estamos en edad de volver a los lugares que nos gustaron, y darnos el lujo de pasear sin apuros, por los parques, las avenidas y los monumentos que ya vimos, disfrutandolos como propios.

Que no nos vengan con que ya no podemos emocionarnos con un resultado de Fútbol, que no nos digan que ya estamos pasados para soñar con volver a ganar un mundial, jugar la Libertadores, o en mi caso creer que alguna vez Unión puede salir campeón. Que nadie se atreva decirnos que mirar el «derby» es perder nuestro tiempo, ni siquiera con un partido de la liga libanesa, si se nos antoja. Pero sepamos que ya tenemos edad para ir a la platea, reírnos con la intensidad de las rivalidades y que nos ganamos el derecho a  elegir el living de casa antes que el tumulto, porque ya nos empujamos demasiado en tribunas propias, y ajenas.

Muchachos, sepamos, que ya es tiempo de haber leído lo importante, pero que nunca será suficiente. Y que si no lo hicimos, vale la pena que vayamos por Joyce,Tolstoi, Twain, Dickens, Saramago, obvio que por Borges. Y que aún nos queda mucho tiempo, incluso para intentar El Quijote, los poemas de Homero o la Divina Comedia, del Dante.

Que ya no somos chiquitos, seguro, que es razonable que ya nos duelan algunos huesos, la cintura, o que tengamos que estar atentos a las variables químicas de nuestra sangre o nuestro pis, o a nuestra presión arterial, uf… pero no tanto como para no insistir en declararnos inmortales, como a los 20, y cada tanto correr algunos riesgos.

Somos demasiado jóvenes, como para no soñar con aventuras, aprender idiomas, o a tocar el piano. Pero grandes ya para decir: no sé nadar, no sé manejar, o lo peor: no me he sumergido en la pasión de la cocina o el jardín.

Somos grandes, demasiado grandes, para que nos molesten los peces chicos, los discursos ajenos, o incluso, duele decirnos, para seguir pensando que en nuestras manos está cambiar el mundo. Pero jóvenes todavía, como para resignarnos a creer que no podemos hacer nada por el otro, o para mostrarnos indolente frente al crimen o la miseria ajena.

Demasiado jóvenes, para creer que estamos de vuelta en algo, pero muy grandes para no asumir nuestras culpas y nuestras responsabilidades.

Jóvenes como para desperdiciar cada oportunidad que tengamos para mearnos de risa, jugar un partido de fútbol, o desafiarnos a la Play con nuestros hijos. Pero grandes para no tomarnos en serio a los hijos de puta y permitirles el paso.

Somos muy grandes ya, para no permitirnos celebrar cada segundo de alegría.

Y demasiado jóvenes para no entristecernos , cuando la vida nos da por la espalda.

Jóvenes, para cometer errores todavía. Pero grandes ya, para no advertirlos a tiempo y no tener los cojones para reconocerlos y pedir disculpas.

Muy jóvenes todavía, para negarnos a sumar amigos a la mesa. Y demasiado grandes, para permitirnos perder el tiempo con  quienes nunca lo serán.

Jóvenes, para creer que ya hicimos el trabajo. Pero viejos ya para no advertir que lo que nos resta hacer, debemos hacerlo con la mayor felicidad posible.

Muy jóvenes y muy viejos, esta rara etapa de nuestras vidas. Cómo para andar deprimiendose, abandonarse o desligarse de la suerte de quienes de verdad nos importan. Para permitirnos gastar más energías en lo que odiamos, que en lo que amamos.

Jóvenes para no creer que habrá revancha

Grandes, como para no jugar cada partida con la intensidad de saber que es una final.

Grandes y jóvenes, para no aprovechar la edad y saber que nunca más nos ocurrirá este eclipse de sensaciones. Y no permitirnos disfrutar.

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