Cuando un dirigente político dice cosas tales cómo «no es momento para discutir eso, hay otras urgencias» ó se esmera por presumir que «no es lo que la gente está pidiendo», mientras se intenta discutir un tema tan central y definitorio para el futuro como una reforma a nuestra Constitución, lo que está mostrando – amén de un oportunismo execrable- es su propia estatura política.
Los hombres pasan a la historia por sus obras. Y cuando hablamos de obras no hablamos solamente de cemento y hierro. Hablamos de las decisiones políticas que tomó y que contribuyeron a cambiarle la vida a la sociedad. No hoy, sino a lo largo de las décadas.
Un dirigente tiene alta o baja estatura, cuando su mirada está puesta en las próximas generaciones. Cuando en su accionar, se desnuda la voluntad de pensar el futuro, incluso en aquel que no va a vivir.
Que Santa Fe, sede de la Sanción de la Constitución Nacional y de todas sus reformas, tenga vigente la Carta Magna más antigua del país, es una buena síntesis de las prioridades que han tenido las mayorías parlamentarias santafesinas a lo largo de, por lo menos, los últimos 35 años.
Que Santa Fe no tenga una distribución proporcional de la representación parlamentaria, que sus gobernadores no tengan derecho a ser reelectos mientras el resto de los cargos, todos, sin excepción, si lo tengan, que la Provincia no tenga en su Carta Magna un modo institucionalizado de designación y destitución de jueces moderno, una constitución que consagre las autonomías de los principales municipios, una constitución que contemple reglas claras en la distribución de los recursos públicos, una Constitución que establezca reglas inviolables sobra la ética de los funcionarios públicos, una Constitución en la que se definan perfiles actualizados sobre los recursos naturales, sobre el medioambiente. Una Constitución que consagre los derechos de las minorias, que iguale a la mujer, que ordene los derechos de los ciudadanos al mundo actual, incorporando todos aquellos que se han creado desde… ¡1962 !
Si. Para un sector de nuestra dirigencia política, que Santa Fe tenga una norma madre con 56 años de antigüedad, no es un asunto urgente, porque la gente no habla de eso, porque nadie en los bares lo charla.
Y esa es precisamente la diferencia entre un dirigente y un ciudadano común: tener la visión puesta en los asuntos centrales que le van a mejorar la vida a los ciudadanos.
Aferrarse a lo que dicen las encuestas, dejarse llevar por lo que dice o no la calle, someterse exclusivamente a lo que se supone son las «prioridades» del tipo de la calle, desprendiendose de la responsabilidad que implica asumirse como un dirigente y no como un mero administrador de la cosa pública, marca la diferencia de calidad entre algunos y otros.
Pobre sociedad la que dependa exclusivamente de arribistas y especuladores, y no de dirigentes que piensen en las próximas décadas.
Queda claro que la coyuntura impacta sobre una eventual reforma. Queda claro que habilitar una eventual reelección del actual gobernador no deja de ser un asunto discutible. Está claro que hay asuntos que deben ser discutidos en profundidad y que requiere de un estudio exhaustivo, que requiere de la participación de especialistas en las distintas materias y consultas con todos los sectores sociales.
Lo que no es admisible, bajo ningún punto de vista, es que las miserias coyunturales, los intereses personales y las conveniencias partidarias, se impongan sobre los asuntos que efectivamente trazan futuro.
Finalmente, nunca hay que olvidarse que quienes definen son los ciudadanos. Que los que van a determinar qué tipo de constitución queremos tener, siempre dependerá del voto directo de los ciudadanos a la hora de elegir a los convencionales constituyentes.
Y entre la baja estatura de algunos, la especulación a corto plazo de otros, y el terror al dictamen del voto popular, que generalmente comparten ambas faunas mencionadas, lo único que conseguirán es sostener una vergüenza provincial: tener la constitución más vieja del país, y continuar una historia negra de negacionismo al cambio, que durante 28 años, el peronismo ( en sus peores versiones) sostuvo desde sus mayorias automáticas en ambas cámaras.