Veremos una y mil veces el video de «Pantriste» desde la celda, sometido a las bromas de sus compañeros de celda. Lo veremos burlarse de si mismo, de su desgraciada existencia, de su vacío absoluto, y a la vez, lo escucharemos pedir perdón sin sentir nada. Porque en sus ojos, en su raquítico corazón, en su alma desahuciada, no hay nada. Absolutamente nada.
Cansados ya de interpretarlos. Cansado de mirarlos con piedad, de comprenderlos. Si, pobrecitos los pantristes de esta puta sociedad injusta. Si, claro, pobrecitos ellos. Pero se cargan a un chófer de colectivos por no pagar un pasaje, en el Gran Buenos Aires. O a un pobre arquitecto vecino que sólo quiere evitar que ataquen a una mujer embarazada de ocho meses, en Santa Fe. A Luis, un zapatero, en pleno día en Córdoba mientras volvía a su casa en bicicleta luego de dejar a su pequeña hija en el hogar de su ex mujer.
Y rompen familias, las matan en vida. Destruyen sueños esforzados a medio hacer. Matan al laburante, a la vecina que vuelve del trabajo caminando al bajarse del tren, al profesional de clase media que se baja a abrir el portón. Al chiquito de siete años que juega a la pelota y recibe una bala perdida en el campito.
Cientos de muertos al mes en todo el país, a causa de la facilidad para apretar el gatillo de un arma ilegal, que todos sabemos cómo consiguen pero que nadie decide evitarlo. Y vacían el cargador sobre inocentes ciudadanos que lo único que quieren es seguir su vida en paz.
Y ellos, vacíos, pobres corazones, se ríen y saben, que bueno que es lo que hay, que es lo que podía pasar. Por diez pesos, por un porro, por un par de zapatillas, por un celular que nunca podrán comprar. Y volverán a prisión, donde se criaron sus hermanos, donde murió su padre. Donde conoce a muchos, y elegirán adonde no ir, porque adentro siempre hay acreedores que acabarán, lo saben, con su vida en cinco minutos adentro. Y sino afuera, cuando el destino los vuelva a cruzar.
Son mano de obra de narcos, políticos inmorales, gremialistas que necesitan hacer número en las marchas, de Capos barriales que se llevarán la pequeña bolsa del Super Chino de a la vuelta de casa. Reciben lo suyo y allá van. Y sino lo reciben van igual, porque lo único que les importa, pobrecitos, es comer o esnifar, o saciar al cuerpo que tiembla por la falta de alcohol o cocaína o esa sobra, que alguien bautizó «Paco».
Viven en la fiebre de la química que a los diez, doce o a lo sumo quince años, ya les quemó las neuronas, el sistema nervioso, y sobre todo, el sentido. Porque sus vidas no tienen sentido. ¿ por que entonces, la tendrían las de los demás?
Son psicópatas en su mayoría. Seres que a fuerza de soportar la ausencia de infancia, de afecto, la sobredosis del maltrato, la humillación a sus madres de parte de sus padres, creciendo entre seres que no se sabe muy bien quienes son pero son sus hermanos o hermanas. A las que ven violar, a las que vieron entregar como prenda de cambio de negocios menores. Si. Porque ellos crecen careciendo de valores. Nada tiene valor, salvo supervivir un día más, o una semana. Todo se reduce a supervivir la próxima hora y conseguir lo que creen que necesitan. Y entonces, matan si hace falta. Si, matan. Fríamente, por la espalda, en la cabeza del inocente. Clavan siete cuchilladas en la espalda de la docente que se animó a denunciarlos a ellos o a sus amigos por una violación de una menor. Y matan, si. Y si las victimas hablan, no dudan en amenzarlas a sus familias, porque no importa nada. No entienden nada. Son pobres de toda pobreza. Son pobres corazones.
¿ Y que hacemos? ¿ poblamos de Chocobares la calle? ¿ salimos a matar preventivamente, en nombre de la ley? ¿Habilitamos «la portación de piel negra y cara peligrosa» cómo argumento para fusilarlos en la calle, cuando van con sus gorras de raperos dados vueltas?
No. Claro que no soportamos esa idea. Ni la pena de muerte. Ni el endurecimiento de las leyes. Ni la criminalización de los menores. Pero a la vez, cada vez escuchamos más y más voces reclamando una solución. Y nuestras sobremesas se llenan de conclusiones trágicas y nunca falta quien diga, sin que le tiemble la pera: «hay que matarlos a todos».
Entre los que dicen eso, se encuentran tipos que votaron gobiernos progresistas y saben, que todo es un simple problema de inclusión. De falta de intervención en la vida de esos chicos en el comienzo de la infancia.
Todos sabemos que si esos pibes hubieran tenido afecto familiar, si hubieran sido parte de un colectivo de niños con algunos objetivos a corto o mediano plazo, como terminar la escuela o ganar el torneo de la liga de fútbol, o aprender un instrumento, o un oficio. Y si hubieran tenido el beso y el abrazo de un adulto cuando sufrieron su primera humillación. Y si hubieran crecido con hermanos que no delinquieron, que no se drogaron para sobrevivir. En fin. Todos sabemos que esos pibes son la consecuencia de décadas de abandono y profunda soledad.
El problema es que ya no alcanza con las teorías integristas y el largo plazo. Porque matan hoy, y morirán mañana, en una cacería de soldaditos narcos, o corridos por la policía o asesinados por su vecino cansado.
¿ Que hacemos, entonces?
Si yo tuviera esa respuesta, les aseguro que estaría pateando las puertas del funcionario responsable. Estaría gritándolo hasta morirme por la ausencia de sangre en la garganta.
Pero no lo sé, claro. Y tampoco lo sabe nadie. Porque no me imagino que si alguien lo supiera, no lo estaría aplicando rápidamente.
Lo que nos queda es asistir a esta angustia que se perfecciona con jueces también indolentes, que se sacan de encima los problemas. Con policías asustados o corrompidos, o simplemente hartos. Con funcionarios que, a veces, por no saber que hacer prefieren no hacer nada.
No hay, al menos en el pais, una experiencia que demuestre una solución al problema. Que no mientan los que prometen hacerlo, porque ellos bien saben que no saben como lo van a hacer.
Lo que si me queda claro es que se acabaron las excusas, los peros, las interpretaciones y los anuncios políticamente correctos.
O decidimos que hacer, todos juntos. O nos ponemos de acuerdo en cómo lo vamos a resolver. O entendemos que es un problema de todos, no solamente de los familiares que pierden a los suyos de golpe, o estaremos condenados a sobrevivir como en la selva. Y no será raro que los hombres comunes salgan a la calle armados- eso ocurre en Sudáfrica o en México o en Caracas, por ejemplo- donde el Estado se rinde, la sociedad lo reemplaza como puede y las calles serán sembradíos de cuerpos, que los caminantes ni siquiera se detendrán a mirar. Porque nos habremos acostumbrado a verlos.
Y entonces si, seremos una sociedad de Pobres Corazones.