Hay situaciones que son tan extremas, tan por afuera de nuestra capacidad de comprensión, y a las que lamentablemente nos vamos acostumbrando, que dejan en evidencia la coexistencia de mundos muy distintos en nuestro propio mundo.
En Santa Fe, sobran los ejemplos. Sin ir muy lejos, hace unos días asistimos a la sentencia del denominado caso Baraldo , en la que dos abuelos y un tío fueron condenados por abusar de un chiquito, en la ciudad de Es
Hace pocos días, vimos morir a un nenito en el Hospital Alassia como consecuencia de los abusos de la pareja de la madre, y su hermanita todavía pelea por la vida, en una especie de secuencia de película de terror
Digo, el caso Sheila no es muy distinto a todo eso, aunque cada caso merezca su atención y tenga sus particularidades, en todos los casos lo que habita es el submundo perverso, la subhumanidad, la ausencia de limites y permitanme usar una palabra controvertida y muy mal usada generalmente: la moral.
Que tengamos una mirada diferente de los alcances de la moral no significa que no tengamos conciencia de la existencia de límites morales que claramente determinan lo que está bien y lo que está mal, y nos permite convivir. Cuando eso desaparece, se vuelve imposible convivir.
Y lo que aparece, con mucha nitidez en este caso en particular, pero que atraviesa lamentablemente a la mayoría de los casos de violencia social hoy, es la influencia del narcotráfico.
No del consumo de drogas solamente , que también es un problema, claro. Sino del negocio criminal del narcotráfico que termina funcionando como una especie de aceite por donde resbalan los límites de la vida, y se las lleva puesta, en venganzas, en disputas territoriales, en la pérdida, en la nebulosa en la que se convierten las relaciones humanas.
El narcotráfico es, un negocio que se sustenta en la instalación de la subhumanidad. Que funciona sobre la base de subhumanos. Que se aprovechan de la subhumanidad, para poder funcionar y multiplicarse.
Y nada, absolutamente nada, es más atractivo para un pibe sin esperanzas que la oportunidad de sobrevivir sin dolor. Y cuando ya no sentís dolor, es cuando ya no sentís nada.
Y eso, aunque atraviesa con claridad a todas las clases sociales- el caso Baraldo lo demuestra- no menos cierto es que ocurre con mayor claridad en los hogares, en las familias, en los barrios, donde el Estado desaparece. Donde deja de imperar la ley, y empieza a funcionar la fuerza. Como en la selva, como en el lejano oeste, como en la propia humanidad antes de que acordemos las reglas de convivencia.
Frente a todo esto, sinceramente, no hay mucho para decir. Porque nos excede, porque son síntomas de enfermedades muy profundas, porque no se resuelve de la noche a la mañana, porque lamentablemente seguirá ocurriendo, porque las soluciones no son sencillas, porque de lo que se trata de es de reparar, en muchos casos, la propia condición humana y porque de verdad, está por afuera de lo que , con nuestra diversidad de pensamiento,con todas nuestras diferencias, responde a la ausencia de valores elementales.
Entonces en ese punto, en ese mínimo acuerdo, hay que insistir:
No hay otro camino que el de la educación, que el de la integración, de la inclusión, y especialmente el de la esperanza en el horizonte de la vida de los más chicos.
El del afecto, el de los lazos familiares profundos. Esos que nos dan identidad en casa, en el barrio, en la escuela, en el club, en la familia, en la vida en general. Eso que nos distingue y nos convierten a los que tuvimos suerte, en seres distintos, únicos, con autoestima, con amor propio, y especialmente con identidad y fortaleza frente al otro, se trate de quien se trate.
Que los chicos sepan desde muy chiquitos, que tengan herramientas elementales para entender desde muy pequeños que es lo normal y que no lo es. Donde comienza el circuito del infierno. Hasta donde puede el otro avanzar sobre su cuerpo y especialmente sobre su cabeza.
Que los chicos puedan jugar, puedan aprender jugando, y también jugando, puedan incorporarse a la sociedad con las mismas posibilidades que cualquiera de sus semejantes.
Que todos, todos y todas, tengan la posibilidad de imaginarse una vida, de proyectar, de poder concretar esos proyectos que imaginan, de ilusionarse con un futuro.
Que vayamos criando humanos que sean eso: humanos. Esos que somos cuando entendemos los límites del otro, la integridad del otro y la otra. Eso que hace que tengamos sensibilidad frente al dolor, emociones, pena y alegría. Culpa, satisfacción, deseo sano ; y no esta multiplicación de cierta especie de mutantes que ya no distinguen nada y que son capaces, si, de violar , de abusar, de matar, a sus propios hijos, sobrinos, a sus semejantes, sin sentir absolutamente nada.
Cuando no sentimos nada, es cuando dejamos de ser. Y allí, desaparece la condición humana.
Repito, el asunto es demasiado complejo como para sintetizarlo en un comentario, en una opinión, en una rápida pasada informativa.
Lo que si puedo decir, en coincidencia con lo que vengo diciendo desde hace algunos días, es que todo, absolutamente todo, está atravesado por la presencia o la ausencia de afecto, y todo, absolutamente todo, también, se agudiza o se mejora, si somos capaces de comprender que también nosotros somos parte del problema cuando nos desentendemos de lo que le pasa al de al lado. Cuando nos destratamos. Cuando nos maltratamos innecesariamente, en la vida cotidiana. Cuando discriminamos. Cuando no somos conscientes de que con un poco de nosotros, a veces resolvemos mucho del otro. O más claro aún: que con muy poco- un saludo, una sonrisa, la amabilidad, la comprensión o el respeto- contribuimos mucho. Aunque no parezca.
Y esto nos cabe a todos. A los periodistas, a los maestros, a los médicos, a los padres de los clubes infantiles, a los padres con los docentes de nuestros hijos, a nuestros hijos con sus compañeros, a nosotros con nuestros padres que se vuelven ancianos, y especialmente a nosotros con nuestros hijos. Que si crecen con afecto, con amor, con identidad, serán seres sensibles y estarán lejos de esos submundos que nos horrorizan.
Pero repito, esos submundos, esos subhumanos, nacen de la misma sociedad que habitamos. Y en muchos casos, no en todos claro, pero en la mayoría, son la consecuencia de nuestro abandono, y de nuestra indiferencia. Y vamos pariendo, un país repleto de Sheilas.