Yo fui de los que me emocioné aquella tarde de invierno cuando asumió Néstor Kirchner y dijo : «Vengo a hacer un país normal». Y aplaudí. Y acompañé con ilusión sus primeros dos años, casi sin objeciones.

¿Quién nos iba a decir que, dos años después del estallido, íbamos a vernos de nuevo con ilusiones concretas? Y entonces los nombramientos en la Corte Suprema. Y entonces, la orden de bajar el cuadro del genocida. Y entonces, la promesa de la «transversalidad». Y entonces las medidas económicas que le empezaban a devolver un poco de dignidad a quienes la habian perdido por afano durante el menemismo y la patética administración de la Alianza.

Y entonces el pago al FMI. Y la fortaleza de un discurso que por fin, desde Alfonsín que lo esperábamos, nos interpelaba desde lo ideológico. Nos devolvía la idea de un país en progreso. Nos invitaba a transformarlo todo.

Los días del gobierno de Néstor Kirchner fueron, así lo siento, igual que los 85 y 86, nuestros años felices. Incluso mejores. Ya no había milicos levantándose en armas. Ni dictaduras en las fronteras. Y toda Latinoamérica, hervía de ilusiones: Lula en Brasil, Evo en Bolivia, el FA en Uruguay, el curita mujeriego en Paraguay… Y Chavez todavía nos ilusionaba con sus rasgos democráticos y populares. Venezuela estaba sobrada de petroleo. Argentina repleta de soja, y cara. Lula había conseguido hacer crecer la economía y las estadísticas anuales decían que cada vez que la tierra daba una vuelta alrededor del sol, en Brasil había un millón de pobres menos.

¿ Quien se atreve a negar todo esto? Nadie. Y eso fue lo que pasó entonces el día de la muerte de Nestor Kirchner. Una muerte advertida, anticipada por los médicos y su semblante. Una desaparición que, seamos o no Kirchneristas, nos dejó para siempre la enorme duda sobre cómo hubieran sido las cosas, si hubiera permanecido al lado de Cristina, en el final de su primer mandato,y especialmente en el segundo. Cuando lo que sobraba era crisis. Cuando la soja ya no ayudaba. Cuando el campo le tumbaba la 125, con nuestra confusión, si. Pero con la soberbia inexplicable del gobierno, de no aceptar ningún camino del acuerdo. Cuando por primera vez, nos pusimos enfrente de nosotros mismos.

Cuando nos pusieron todo el tiempo en la incómoda posición de «estás conmigo o con ellos»

Cuando Clarín terminó ganando una pelea por la ley de medios, que se llevó más energía de la necesaria, y el Kirchnerismo consumió gran parte del respaldo social que Néstor había construido casi desde la nada.

¿Que les pasó? nos preguntamos muchos cuando notamos que las cosas empezaban a cambiar, y el camino que elegía Cristina era el de la confrontación con todos.

Argentina había dejado de ser un país normal y se convertía, en la de la mano cruzada al cuello de Moreno mirándolo fijo a Lousteau. La de la propia Cristina musitando a la multitud televisada en Rosario: «vamos por todo». La de Amado bailando al ritmo de un enriquecimiento personal que nunca pudo explicar y que lo terminó llevando a la cárcel, condenado. La de la Obra pública del sobreprecio desmedido. La de las empresas creadas por amigos que se quedaban con todas las obras. La de la compra de hoteles de la familia presidencial. La del festival de tragamonedas en el país, a nombre de Cristóbal López. La Argentina de los subsidios inflados. La del INDEC que mentía. La de la propaganda en el negocio del fútbol «paraestatal» que los asoció con Grondona. La de la AFIP que perseguía opositores y dejaba pasar a los elefantes al hall, si eran amigos del gobierno. La de la economía que se desbalanceaba, por errores propios y también, claro, por las condiciones externas, y preferían negarla. No había inflación. Teniamos menos pobres que Alemania. Y una vez más, como tantas otras veces, dejábamos escapar una nueva oportunidad de crecimiento. Y elegímos, una vez más, el desencuentro, la soberbia y el rejunte.

Ya no fuimos, nunca más un país normal. Sino todo lo contrario. Nos convertimos en una sociedad que puso en dudas las propias reglas de la democracia. Una sociedad que bajó al subsuelo la vara de exigencia moral a sus dirigentes. Una sociedad que eligió, una vez invitada, aceptar el camino del desprecio por el otro: por su forma de andar, de verstir, de pensar y de hablar. Un país que se adhirió al «enfrentamiento como único camino posible para resolver los conflictos de intereses». Si. Asi me lo dijo en una entrevista a solas, el filósofo de cabecera presidencial, mientras se burlaba de la democracia liberal y de la «ingenuidad de los que siguen eligiendo las libertades individuales por encima de los logros sociales». Cómo si en esas dos esferas hubieran contradicciones insalvables. Cómo si el fracaso de los modelos del Este, no hubieran demostrado que el camino y las herramientas de la pretendida «igualdad plena» que sostuvo la Unión Soviética y sin ir tan lejos, Cuba, terminan siempre en dictaduras brutales.

Tampoco la corrupción es «necesaria para hacer política» como nos explicaban.

No. Algo pasó, sobre todo después de la muerte de Néstor. Y aún más en los años finales de Cristina en el poder. Cuando todo lo decidía ella, desde la verticalidad más extrema. Cuando eligió a Scioli y no a Randazzo. Cuando se decidió por Anibal, y perdió Buenos Aires. Cuando puso al país en la obligación de votar entre el malo y el malo, sin que hubiera opción. Cómo si hubiera elegido ella misma a Macri como sucesor. Así lo construyó, lo alimentó como el «peligro que acechaba», y lo ungió como el enemigo con el que toda la sociedad harta del Kirchnerismo soñaba.

No. El Kirchnerismo sin Néstor fue peor, sin dudas.

Hoy, a 8 años de su muerte, bien vale recordarlo en su condición de político capaz. De hábil constructor de consenso social. Cómo el hombre que en su momento nos devolvió la esperanza. Como el tipo que nos devolvió una gran oportunidad, que al final… sus propios compañeros decidieron disolverla, navegando en las aguas de la obsecuencia, la necesedad y los errores no forzados.

Nunca sabremos, cómo hubiera sido la realidad argentina con él en vida. No lo sabremos. Ni tiene sentido jugar a la ucronía de imaginarlo.

Entonces, bien vale recordarlo. Con sus defectos y con sus virtudes. Debió cuidarse, debió hacerle caso a los médicos, debieron protegerlo más.

La muerte de Néstor demostró, que los hombres son útiles vivos, y que ninguna muerte, ninguna, construye futuro.

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