Vaya. Cómo pasa el tiempo. Hoy se cumple un mes del día en que Andreu Buenafuente me regaló «La mano» en Late Motiv. Un programa de Televisión de cable, o paga, como le dicen los españoles. Un programa que sin embargo, por repetición, por YouTube, por viralización en redes, por lo que puta sea, miran millones de habitantes del mundo en el que hablamos español. O castellano. O cualquiera de esos desprendimientos.
Pero… ¿ cómo carajo es que todos estos millones terminamos confluyendo en un Catalán, que a diferencia de Serrat, no compone canciones de amor, ni de protesta? ¿ qué tiene el tal Buenafuente, que nos invita y nosotros aceptamos, a compartir sus monólogos, sus entrevistas o sus payasadas en teléfonos, tablets o directamente en el televisor, para sorpresa de nuestros convivientes?
No hace giras, ni protagoniza películas taquilleras. Ni tiene series en Netflix, ni siquiera se tomó el trabajo de generar acciones «colonizadoras» absurdas, como algunos actores de éxito ocasional que terminan desfilando por los programas de chismes y rumores de la TV argentina. No. Los que llegamos a Buenafuente, debemos decirlo con algo de orgullo y autosuficiencia, llegamos porque lo buscamos. O porque chocamos con él por accidente en algún video recomendado. O porque conocimos a algún amigo español, o a uno de los tantos argentinos escapados, que nos recomendaron verlo.
Yo ya no me acuerdo cuando ni cómo. Sólo sé que desde que empecé a verlo, nunca lo abandoné. Y que cuando nos abandonó ( se recomienda, en el caso de buenafuentizarse, ver su documental «En el Culo del Mundo»), lo seguimos buscando hasta que lo volvimos a encontrar.
A esta altura, y a sabiendas de que probablemente algunos de los ocasionales lectores de este sitio no lo conozcan y con algo de justicia, pero con reprochable desconocimiento, pregunten: ¿ de quién carajo habla, este tipo? ¿quien es este tal Buenafuente? Y aunque no tenga demasiadas disculpas que algunos comunicadores argentinos o sudamericanos aún ignoren quién es Buenafuente, lo diré: Es un locutor de radio, devenido en comediante, devenido en actor, devenido en extraordinario entrevistador, y además, en uno de los principales productores de contenidos de jerarquía en los medios españoles.
Y entonces les agregaré, sin temor alguno a la exageración: Buenafuente es el mejor comunicador de habla hispana. Y que no me caigan encima los periodistas. Dije comunicador, que es una cosa más importante. Y encima es humorista. O algo así. Un ironista, como supo definirse alguna vez el gran Adolfo Castello. Y si me permiten, les diré más: es el mejor comunicador humorista de habla hispana, que además tiene una virtud insuperable: no vende nada que no sea. Eso. Buenafuente – que es un apellido y no un apodo- es eso que vemos cuando lo vemos: Un locutor con admitidos límites, una tremenda vocación de superación constante y una generosidad con los que lo rodean que le vale ya la condición de «promotor de talentos «. Si. Es muy difícil que aquellos que pasen por sus programas no terminen siendo protagonistas de espacios familiares a los suyos. El «touch» AB, siempre está presente.
Si. Los mejores humoristas que tiene España hoy día, nacieron en Buenafuente. O en los programas que condujo y conduce Buenafuente. Y eso no es casualidad. Y seré vulgar: es causalidad. Es la consecuencia de la historia de un tipo consecuente, que abre espacios cómo quien va abriendo candados. Y algunos de los que pasan a su lado, terminan siendo periodistas de opinión e investigación, como Jordí Evole; y otros, comediantes gigantes que terminaron tutenadose con el propio Andreu, en los mano a mano, como el no menos genial Berto Romero. Pero ese es otro capítulo, que merece otra nota, y especialmente, el consumo de esa droga dura radial que se llama «Nadie Sabe Nada».
Los grandes son verdaderamente grandes, porque además de lucirse y brillar, hacen brillar a todos los demás. Y no haré una lista, los Buenafuentistas sabemos de quienes hablamos, y podemos identificarlos con solo hablar.
Hace un mes, exactamente un mes, fui a verlo a su programa. Era mi segunda visita, y lo confieso, antes de ir a Madrid, antes de sacar entradas para ver al Aleti, antes de cualquier gestión, me ocupé de garantizarme un lugar en su tribuna. Basta con ver a través de la pantalla lo que ocurre en ese plató para entender de que les hablo. Pero en el plató, mi madre, ocurren muchas cosas más, que se vuelven imposibles de explicar porque va por el lado de las sensaciones. Y entonces, el show se disfruta desde el mismo momento en el que entrás al estudio, cuando Oli, el «entretenador» de público y la «Banda de Late Motiv» – impactante y sólida, comandada por el talentoso Litus – empiezan la fiesta. Que entre indicaciones, canciones y exigencias físicas, le ponen a Andreu el público al «dente».
Pero después sale Buenafuente y hace su monólogo diario, y ahí aparece una síntesis de estilos, y se mezcla la insolencia de Lettermann, la falsa ingenuidad sabia de nuestro Tato Bores y la versatilidad de su propia naturaleza: del bufón al comentarista comprometido, en Andreu cabe todo. Incluso en el mismo momento. Buenafuente puede reflexionar sobre la peor circunstancia política y al instante, salir jugando con una imitación. No es asunto de cualquiera burlarse del Rey, mofarse del presidente de gobierno, desnudar las tonterías de las izquierdas , o bancarse la parada de sus propias ideas. Sin más escudo que su cara de «yo no se nada» y la complicidad de un equipo que sólo tiene un límite: el buen gusto.
¿ Quién pudiera ser Buenafuente? Pocos, muy pocos. Y es extraño, a mis casi 50 años, jactarme de admiraciones que no estén limitadas por la música, el fútbol, el arte o la literatura. No. Este tipo no es un ídolo de masas, pero concentra esas cualidades cuando se encienden las luces y comienza un programa de TV que es mucho más que eso y en el que no se guarda nada, casi sin ofender.
Y las entrevistas, claro. Y los colaboradores, por supuesto. Y la música en vivo, implacablemente en vivo. Que se nota en pantalla, pero que en vivo termina siendo un regalo sonoro, para los afortunados asistentes.
Y así como empieza, termina. Y uno se va con la idea de que si, de que volvería las veces que pudiera volver. Aunque nos separen 12 mil kilómetros, y la cada vez más difícil concreción de un retorno a Madrid, sobre todo en tiempos de devaluaciones varias.
Pero Buenafuente lo vale. Porque vale lo que muy pocos valen hoy. Porque no sólo consigue desbaratar tu malhumor, sino que te invita a pensar, a burlarte de vos mismo, y a sentir, cuando todo concluye, que si, que la vida es una mierda, si, que estamos rodeados de inútiles, de ladrones, de farsantes, de vacío ideológico, de nuevos fascismos y ruindades humanas. Pero Andreu te recuerda, siempre, que vale la pena disfrutarla.
Y también, porque muestra las cicatrices, se burla de sus fracasos y de sus glorias. Sabe que estamos de paso y se ríe. Aprendió y enseña. Pero nunca, jamás, baja linea con gesto superior. Ni esconde sus dudas. Eso. Buenafuente es un sabio bufón. O un bufón sabio.
Y es la muestra viva de que la inteligencia no es un asunto de cultos extremos, sino de sabios que han sabido vivir y aprenden en el camino.
Si, Andreu Buenafuente. Pregunten por él en Internet. Y verán que además de ser lo que acabo de contarles, su vida está plena de colores. Que él se encarga de pintar con su infinita colección de pinceles y bolígrafos. Mientras lo acompaña un Setter anciano, que se llama Mel, y un gato tuerto que adoptaron junto a Silvia Abril. Otra gigante, que parece haber nacido para ser su compañera perfecta. Y su hija, claro. De la que caen babas, cuando la describe.
No se. Vean a Buenafuente. Es una sana costumbre. Es un buen ejercicio para identificarnos acompañados en este mundo cruel que nos invita a la soledad.