La noticia es una sóla: Murió Héctor Timerman. Un periodista, un diplomático y un político argentino. Fue hijo de uno de los más notables periodistas del siglo XX, fue exiliado, y fue Canciller de la democracia.
Una muerte, y especialmente aquellas que derivan de una cruel enfermedad, siempre es una mala noticia. Y en el momento de la muerte, salvo que se trate de crueles dictadores o asesinos, lo único que corresponde en las reglas elementales de la condición humana es el silencio y el respeto.
Muere una persona, y lo normal es que hagamos silencio y guardemos el máximo respeto por su memoria y por el dolor de sus familiares. No hay mucho más que decir, sencillamente porque no hay peor circunstancia que esa. Y todo lo demás, todo, pasa a un segundo plano.
Timerman pudo ser polémico, pudo tomar decisiones equivocadas y probablemente le haya caído mal a muchos argentinos sólo por su judaísmo, o a cierto sectores del judaísmo por algunas decisiones tomadas que los molestaron. Pero murió. Todo eso, se discute después, mucho tiempo después. Cuando el dolor de su muerte haya mermado en sus seres queridos. Cuando la distancia de un hecho tan luctuoso, nos permita hablar, sin parecer bestias salvajes.
Eso suele pasar en las sociedades sanas. Pero no en Argentina.
Salvo la genuina expresión de dolor de sus familiares, y las expresiones que nacen de esa cercanía , que deben ser comprendidas naturalmente como expresiones de dolor, todas las demás expresiones que derivaron en el “debate” sobre la muerte de Timerman, fueron una expresión del grave estado de salud social que padecemos los argentinos. Llamale grieta, llamale resentimiento, llamale crueldad social.
Desde aquellos que culparon de su muerte a las acusaciones que pesaban en su contra, hasta aquellos que debatieron sobre el “merecimiento” de su muerte y reeditaron un modernizado “viva el cáncer”, todas, absolutamente todas las expresiones partidarias o contrarias a “su muerte”, muestran un nivel de indolencia, de perversidad y de bajeza, que no parece tener límites.
Se acaba de morir una persona, y dos coros de salvajes se pelean como si no hubiera muerto nadie.
No es admisible, desde el mínimo sentido común, que nadie se ponga a hacer bandera de los errores ni se ponga a hacer retorcidos análisis de la vida personal y política de Timerman, ni tampoco que los partidarios de Timerman, usen su dolorosa enfermedad, para imputarla a una persecución ideológica, religiosa o política.
Timerman se murió. Y es lo único que debe importarnos ahora.
Su vida no merece este papelón público. Nuestra salud republicana, no puede permitirse este espectáculo de acusaciones falsas, de interpretaciones de una enfermedad, de utilización inmoral de la peor circunstancia.
La historia nos contó de Evita y las celebraciones en las paredes, el pasado reciente nos mostró nuestro lado más horrible con las especulaciones sobre las muertes y las vidas de dos hombres diferentes, como el Fiscal Nismann, o el artesano Maldonado. De ambos se apresuraron a culpar a unos o a otros, y a expresar mentiras sobre sus vidas. De Nisman, a las pocas horas, hablaban de su “ligera vida intima”, de Maldonado, “que había sido un terrorista formado por las FARC”. De Nisman aseguramos que lo habían matado o se había suicidado e inventamos todas las teorías, que convenian a la causa. De Maldonado llegamos a decir que lo habían secuestrado, que lo habian fusilado, que había huido a Chile. De Nisman que se había matado porque estaba loco, que era gay y lo había matado un Escort. Que le habían tirado su cuerpo a CFK.
Nunca nos importa la muerte. Siempre cómo podemos usar a esa muerte.
Nos tiramos con la muerte con una ligereza espantosa, poniendo nuestros intereses por encima de todo. Incluso de la vida que acaba de perderse.
Es el cáncer argentino, tan cruel, tan moralmente mortal, que nos expresa de la manera más inhumana.