No puedo dejar de pensar en Agustina. Probablemente sea la cercanía geográfica o el contacto directo con el caso a través del trabajo. Todos estamos shockeados. A todos nos cuesta aceptar su muerte.
No puedo dejar de pensar en Agustina. Y mientras miro sus últimas imágenes, caminando suelta, con un paquete de papas fritas en la mano, yendo hacia la ruta, no puedo dejar de pensar que si. Que Agustina pudo ser mi hija, o la tuya. Y que ahí cerca, hay quienes las matan. Porque las creen suyas. Porque se sienten con derecho a tocarlas, sólo porque visten como visten. O porque no creen que puedan caminar solas a esa hora. O porque consideran que una adolescente, caminando sola por la ruta 6 , está provocando.
Agustina, tu hija o la mía. Da igual de donde vengan y hacia donde van. No importa cómo van vestidas, ni si avisaron en casa adonde dormirían. No puede ponerse sobre la mesa esa discusión, cuando lo que importa, lo único que importa, es que las matan.
En las últimas horas he leído decenas de parrafadas poniendo la lupa sobre los roles de los padres, la familia, el descuido, y los riesgos que «suponen» que nuestras hijas vayan a bailar, salgan solas de un boliche, se diviertan o incluso se atrevan a vivir con libertad sus primeras experiencias sexuales. Que lleven polleras cortas, tacones, o caminen con la soltura que les da la edad.
Me pregunto si finalmente poner la mirada sobre eso no implica aceptar que no sean libres, que no puedan tener acceso a la libertad de caminar, de vestirse, de pintarse, de moverse como quieran, mientras no estén jodiendole la vida a los demás.
Ni Agustina, ni mis hijas, ni las tuyas molestan. Sólo viven. Hasta que un criminal, amparado en valores que seguimos sosteniendo y soportando a diario, en justificaciones absurdas, en presunciones falsas, en impunidades anteriores, decide matarlas.
El miedo a verlo nos obliga a retroceder. A volver sobre nuestros propios pasos y a retroceder en un proceso que las lleva, como debe ser, a un mundo donde las «chicas» puedan ser tratadas como seres humanos completos, y no cómo objetos que se usan, se tocan, se manosean, se violan y se matan.
Ni Agustina ni mi hija ni las tuyas tienen la culpa de nada. Ni sus padres la tenemos.
Ellas deben ser libres. Y nosotros, en nuestro vínculo de padres a hijas, sólo podemos acompañarlas en ese proceso de libertad.
Todos nosotros, y también los padres de Agustina, no dormimos tranquilos hasta que ellas no llegan. Y Agustina no llegó, es porque un criminal se interpuso en su camino. Convencido de tener derechos a hacer con ella lo que deseaba.
No culpemos a Agustina, no repitamos la lógica de echarle la culpa a las victimas. Ella era nuestra hija. Como la tuya y la mía.
Y los que tienen que cambiar son los asesinos. Y los que tienen que prevenir son los Estados. Y los que tienen que reaccionar son las fuerzas de seguridad. Y los que deben condenar son los jueces, y no dejar en libertad a uno solo de los siniestros interruptores de las vidas de las adolescentes inocentes.
Que si. Que caminen por la madrugada del boliche a su casa. Porque tienen derecho a hacerlo. Porque son libres. Y porque si eliminamos al machismo perverso de cada acción de nuestra vida cotidiana, llegarán vivas.
No es Agustina. Es mi hija, y es la tuya.