Termino de leer una joya de los años 70, llamada «Un séptimo hombre» del inglés John Berger, reeditado recientemente con un trabajo fotográfico de Jean Mohr, y que nos muestra el horror de la emigración, en este caso, en la Europa de aquellos años.

Es obvio que 50 años después, el mundo es otro mundo, y que aquella pregunta original del inglés ( ¿Que lleva a las personas a abandonar sus hogares y aceptar situaciones humillantes? ) se multiplica en otras miles, que nos indagan en un tiempo mucho más complejo y repleto de aristas infinitas.

Es interesante, al menos a mí me disparó esa pregunta, comprender la cantidad de colectivos de distinta índole y niveles de dolor, transitan en mundo actual, y cuan difícil se nos hace traducirlos, no formando parte de ellos. Sobre todo, cuando desde ellos se contempla al externo cómo sujeto potencialmente opresivo o enemigo.

Curiosamente Berger consigue en aquel texto, sintetizar casi plenamente las raices de aquel colectivo de europeos del este y asiáticos, que iban a buscarse la vida en lugares donde terminaron siendo- y hoy en gran medida se repite con mayor tragedia- esclavos al servicio de sociedades que los discriminan. Y Berger no era un migrante. Ni necesitó serlo para describirlo.

Lo mismo ocurre con tantas otras tragedias de la humanidad, y tantas otras mujeres y hombres que pretenden, con sentido solidario y buena fe, acompañar procesos de los que no son parte por su naturaleza biológica y cultural.

No hace falta ser homosexual para comprender y acompañar las luchas contra la homofobia en occidente, pero especialmente la crueldad a la que son sometidos los y las homosexuales, en las dictaduras religiosas del medio oriente.

Tampoco necesitamos ser mujer, para comprender la dolorosa soledad de las mujeres nacidas, criadas y sometidas por el islamismo, ni para comprender las consecuencias que sigue teniendo el machismo en la cultura occidental, y que sigue matando muchas mujeres por día, o violandolas, o sometiendolas a desigualdades que no admiten justificación alguna.

Del mismo modo, aunque con la mesura que demanda el respeto por las creencias, resulta imposible no advertir los abusos y la arbitrariedades que siguen sembrando los extremismos religiosos, y los terrorismos varios, de estado o de guerrilla, de todo el mundo.

Ni necesitamos pasaporte venezolano o cubano, para comprender que son dictaduras. Ni la visa de los Estados Unidos, para dimensionar el peligro que implica Trump en la presidencia, ni ser Brasilero, gay o de color negro para temblar frente a lo que asoma en Bolsonaro.

Los humanos, las mujeres y los hombres, con todas las incorporaciones de género que se quieran produjo el mundo, tenemos derecho a hablar, opinar, cuestionar, y decir lo que creemos sobre todos esos procesos sin que nos reclamen carné.

Todas aquellas acciones que de un modo u otro, aquí o en el punto del mundo hasta donde alcancemos a ver, son pasibles de reproche si en sus nombres se producen arbitrariedades, abusos, injusticias, desequilibrios o daños.

No necesitamos ser judíos para comprender el espanto del holocausto.

Ni rusos, húngaros, eslavos, para entender el genocidio Stalinista

Ni armenios, para comprender la matanza turca.

Ni tener hambre, para comprender al marginal de cualquier ciudad el mundo.

En cada una de las miradas hay un pedacito de verdad, y también, claro, un pedazo de mentira o error.

Los absolutismos se basan en la exclusión de la opinión del otro, en los silencios obligatorios y en la presunta necesidad de «ser parte», para tener derechos a pensar, decir y hacer.

No hace falta ser parte, solamente humanos.

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