Las conversaciones entre el ex secretario de Comercio interior del Kirchnerismo y la esposa del detenido y condenado ex ministro del mismo gobierno, Julio De Vido, han despertado una fiesta de reproducciones, interpretaciones y conclusiones dentro del periodismo argentino, que merecen ser atendidas.

La «costumbre» de ciertos periodistas de convertir una conversación absolutamente privada, de nulo interés público y con una direccionalidad exclusivamente política, desnudan el impacto directo que tienen los servicios de inteligencia sobre el ejercicio profesional, y la facilidad con la que algunos colegas se prestan a difundirlas sin medir las consecuencias, pero especialmente, los límites del oficio.

No todo es información, aunque provenga de fuentes oficiales. No todo lo que se alcanza a escuchar en una conversación legal o ilegal, resulta útil para el periodismo, y finalmente, no somos inocentes cuando elegimos publicar lo que nos acercan, si antes no determinamos los alcances del daño personal, político o institucional que generamos cuando decidimos publicarlas.

Todas las escuchas, todas, sin excepción, tienen un lado ilegal cuando se emiten. La escuchas legales, aquellas que derivan de una orden judicial, sólo pueden ser utilizadas como pruebas durante el proceso y en tal caso, servirán como elementos para la resolución de los jueces. En un contexto de otras pruebas, y de otros elementos, que deben ser tenidos en cuenta, antes de una sentencia.

Las otras, cualquiera hayan sido los mecanismos con los que se obtuvieron, son ilegales. Y como decía el adagio, su multiplicación en el aire, constituye una multiplicación de la ilegalidad.

En el caso de la charla de Moreno y la esposa de De Vido, aún no lo sabemos. Aunque todos lo sospechamos: en una interna incontrolable dentro de los servicios de inteligencia, todos nuestros derechos parecen vulnerables a los ojos y los oidos de los agentes. Y parecen haber borrado todos los límites de la ética, al momento de utilizar los elementos obtenidos con los recursos del Estado, para beneficiar a su sector. Una batalla cuyos actores desconocemos, pero financiamos. Y que han quedado al descubierto desde el inicio de la causa de «Los Cuadernos» con ramificaciones que responden al gobierno, a ciertos legisladores y especialmente a jueces, fiscales y también, periodistas.

Lo que informan las escuchas no tienen ningun valor jurído, ninguno. Sólo la gracia de escuchar a personas en privado diciendo lo que muchas veces dicen en público pero puteando. O reconociendo relaciones que nunca son ilegales, pero que resultan, descontextualizadas, una especie de prueba palmaria de una supuesta maldad. Pero nunca es una prueba, y nunca, jamás, desde que tenemos memoria, han resultado valiosas. Salvo para el impacto en la opinión pública.

Las famosas puteadas de CFK contra Parrilli, algunas frases sueltas de la ex presidenta sobre algunos asuntos públicos, algunas expresiones vulgares y de remanida interpretación, sólo sirvieron para la burla o el regodeo de los convencidos. No existe una sola conclusión judicial que haya emanado de esas conversaciones y que hayan complicado a los protagonistas.

Lo mismo ocurrió en Santa Fe con las escuchas al Ministro Pullaro. Sus expresiones, sacadas de contexto o utilizadas para dar por probado lo que nunca se probó, sólo funcionaron como factor de presión para una posible salida del Ministro, en el marco de una clara interna policial. Los jueces nunca reconocieron en esas cintas, ninguna confesión delictiva, ni algun elemento probatorio.

Todas las escuchas que se hacen públicas, ocasionan daños irreversibles. Especialmente sobre la intimidad de las personas. Y nunca, jamás, se repara en ese daño colateral.

Nadie puede escucharnos mientras hablamos por teléfono con otra persona. Estemos o no investigados por la justicia. Sólo pueden escucharlos los investigadores, y deben ser rigurosamente celosos de la administración de esos contenidos, porque insisto, su publicación constituye en la mayoría de los casos un perjuicio a las personas expuestas, aunque sean culpables de otros delitos.

El periodismo, en cualquiera de los niveles que se ejerza, comprometido o no con causas sectoriales o partidarias, debe tener una enorme cuota de responsabilidad al momento de recibir ese material.

El impacto no significa un éxito profesional, si lo ocasionamos con un elemento originariamente viciado de ilegalidad.

Aunque en las cintas aparezcan «presuntos» elementos de prueba- nunca somos nosotros los encargados de decidir el peso de ellas dentro de un proceso- las escuchas son un abuso a la intimidad de las personas, o pueden constituir, como ocurrió en Santa Fe, un riesgo severo a la seguridad pública.

Cuando las escuchas aparecen en nuestras redacciones, siempre tienen un origen ilegal. O bien porque las escuchas son ilegales, o sencillamente porque las escuchas, aunque legales, no tienen otro objetivo que ser utilizadas en un proceso. Nunca en un medio de comunicación.

El periodismo «vigilante», ese que se sirve de materiales conseguidos de forma irregular, es un socio de la irregularidad. Y aunque no termine cometiendo un delito, lo roza siempre.

El principal riesgo de utilizarlas, es que legitimamos que empiecen a usarlas otros, contra la intimidad de cualquier ciudadano y en el marco de cualquier debate.

Que los personajes sean públicos, no implica que los contenidos de esas charlas lo sean.

Que tengamos posiciones a favor o en contra de los personajes que se escuchan en una conversación, no nos habilita a celebrar su publicidad. Porque lo único que estamos haciendo es eso: ventilar asuntos privados, que nunca, jamás, debieron salir a la luz.

En estos tiempos de debate sobre la ética periodistica, en estos tiempos de fuerte cuestionamiento al oficio, y de precariedad en todos los sentidos, no está de más recordarnos una vez más que aunque  no puede pretenderse que todo lo moralmente reprochable es jurídicamente castigado, el descontrol de este tipo de información resulta excesivo, hasta el punto de atentar, contra principios y derechos constitucionales : y esos, no son otra cosa que derechos humanos.

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