Estamos hablando de Venezuela. No de Arabia Saudita, ni de Brasil, ni de Siria, ni las matanzas africanas. Cada uno de esos escenarios es distinto, tiene particularidades diferentes y puntos de conflicto anómalos. No es posible que cuando hablemos de un conflicto, la respuesta sea: «Pero en el otro conflicto»…
Los humanos nos hemos convertido en bestias justificatorias del espanto, basándonos en otros horrores que creemos, por simpatías ligeras, que es peor que el otro. Todos son horrores, y cada uno merece su propio tratamiento, su propia mirada y necesita su propia solución, sin apelar al otro ejemplo.
Hablemos de Venezuela. Un país rico, subterráneamente rico. Con tres millones y medio de exiliados, con cárceles repletas de presos políticos, con niveles de empobrecimiento record, una economía absolutamente desarticulada, y una manera interna de resolver sus conflictos que pasa, casi de manera exclusiva, por matar al opositor ignoto.
Y ahi, no admito los peros.
Hablemos de Venezuela. De un régimen irregular. De un Estado que en nombre de la «Revolución» organizó bandas armadas motorizadas que a las 6 de la tarde sale a hacer justicia a punta de pistolas. De un país que está desbordado de petroleo y gas, pero que ha dejado de refinar y termina importando nafta.
Hablemos de un país que carece de lo elemental, pero que mantiene vínculos estrechos y materiales con Rusia, China y Cuba. Un país donde en los hospitales públicos no hay antibióticos, ni anestesias, ni agua potable o electricidad. Un país rico, repito, donde los hospitales son destino casi exclusivo de muerte. Donde los cadáveres se apilan en los pasillos, esperando que se vacíen las morgues. Un país que eliminó su moneda, que dolarizó sus precios internos, y en el que trabajar, salvo que se haga de manera casi clandestina, es indiferente a las posibilidades individuales de desarrollo.
Hablemos de Maduro, que no es Chavez. Hablemos de la mistica que justifica todo, incluso lo injustificable.
Hablemos de un país en el que la fuerza es propiedad del Estado, claro, pero sobre todo del paraestado, donde se mezclan presidiarios por homicidios, ex guerrilleros de las Farc, y militares millonarios. Donde la Corte Suprema está dominada por la esposa del Presidente, y donde el Parlamento fue disuelto por la fuerza.
Hablemos de ese país, y después discutimos los otros. O viceversa.
Esa idea maniquea de que todos los males de este mundo son la consecuencia de la división entre malos y buenos, unos capitalistas y opresores; otros revolucionarios y libertarios, sin bemoles, es falsa. Es anacrónica, y además, pasa por encima lo elemental: el valor de la vida y la libertad humana.
El cinismo de justificar muertes a cambio de otras muertes, a cambio de simpatías ideológicas resulta perversa y anacrónica. No se puede seguir sosteniendo en nombre de los mejores valores humanos, lo peor de la condición humana.
Venezuela, es una dictadura. En tanto las mujeres y los hombres que la componen no son libres para decidir. En tanto no tengan garantizados sus derechos individuales. En tanto no cuenten con las garantías elementales para defenderse de los abusos del Estado, en tanto no funcionen mecanismos de control y equilibrio del poder omnímodo de Nicolás Maduro.
Nadie discute que sobre Venezuela hay intereses económicos internacionales en juego. Nadie discute la importancia geopolítica de cara al futuro. Pero eso no habilita al gobierno Venezolano a matar, a perseguir, a maltratar y a humillar a los seres humanos, piensen como piensen.
Maduro es un dictador. Sus mecanismos para sostenerse en el poder son autoritarios y criminales. Su destrucción económica responde en gran medida, a las propias incompetencias de un régimen que lleva más de 20 años en el poder. Donde se desarticuló casi toda la inversión internacional, donde se paralizaron todas las políticas de producción, donde se multiplicó la pobreza, donde se hundieron todos los espacios de investigación científica, donde no hay salud pública, ni agua potable – por abandono de las represas- ni sistema eléctrico, por falta de inversión en su mantenimiento.
Entonces, hablemos de eso. De los peligros de una invasión norteamericana, de los riesgos que genera la inflexión de un régimen que sólo apela a decir que es víctima de una conspiración. De la necesidad de una solución pacífica. De los derechos de los venezolanos opositores, sean o no la mayoría. De devolverle algo de razonabilidad a la vida cotidiana de un país que bien podría parecerse al nuestro, con todos los conflictos que quieras, pero donde podemos protestar, divergir, debatir y elegir nuestro futuro.
No me digas Pero. Hablemos de Venezuela. Y después, con mucho gusto, hablamos del «imperialismo», de la gran conspiración mundial y de cada una de esas abstracciones- de relato ciertamente adolescente- que nos impide reconocernos en la humanidad del repudio a la muerte.