
Le pongo su nombre porque es mi hija. Pero podría ponerle también: la de Mica, Magui, Maite, Jana, Luisi, en fin… La derrota de las chicas. La derrota de las integrantes de un equipo. El mejor equipo, digo, porque así las veo. Y sus lágrimas y las cosas que de una derrota nacen y quedan para siempre. Incluso más que en las victorias.
Mi hija mayor juega en un gran equipo de hockey. Hoy perdieron un partido y quedaron afuera de una final. No habían perdido un sólo partido en toda la temporada, juegan muy bien siempre y con un empate les alcanzaba para pasar y llegar a la final. Tuvieron al rival todo el partido en su área. Erraron las que nunca erran. Fallaron donde casi nunca fallan. Y perdieron. En esa clase de partidos donde no te sale nada. Donde no te encontrás donde sabés encontrarte. Y el dolor de la derrota parece llevarse todo el camino recorrido.
No las vi, porque no fui a verlas. Pero con el correr de las horas llegaron los relatos de los testigos. Ellas llorando desconsoladas. Ellas abrazadas en círculo, llorando. Ellas tratando de alentarse, unas a otras. Y Juan, el entrenador, ocupándose de hablarles a cada una. Para que entiendan que sólo se trata de una derrota. Y que una derrota, por inoportuna, injusta o fatal que sea, es eso: sólo un resultado.
Julieta tiene 15 años. Y cuando la fui a buscar al colectivo que las traía de vuelta no quiso hablar. No quiero hablar. Me dijo. Y hablamos poco, claro. De los árbitros, de la cancha, en fin. De nada de lo que realmente importa en estas circunstancias. Los adolescentes no son fáciles. Mucho menos cuando llevan el dolor a flor de piel. Se baño, y se fue a dormir la siesta.
Cuando se despertó se tiró en el sillón del living con su celu, como siempre. Le pregunté como estaba y me dijo que no quería hablar del partido porque la ponía mal. Que no quería pensar en eso. Y yo la respeté, y me fui a seguir escribiendo. Al ratito, apareció por la puerta, me mostró la pantalla de su celu y me dijo con una enorme sonrisa : «Mirá la hamburguesa que nos vamos a comer para sacarnos la bronca». Vaya venganza, le contesté. Y entonces, me abrazó de costado. Me dijo que estaba triste, claro. Que tenía bronca. Pero acotó algo que no esperaba escuchar de su boca: «Igual, solo en las derrotas te decis las cosas hermosas que nos dijimos hoy» Y aunque fue en vano la consulta, y ella no me quiso dar ningún detalle de lo que se habían dicho, comprendí que su tristeza tenía una profundidad repleta de integridad. Que sus lágrimas no eran sólo por la derrota, sino que se mezclaban con la emoción de haber compartido un momento de quiebre. Y haber escuchado también, un montón de cosas que se merecen. Ella y sus compañeras.
Ninguna le echó la culpa a otra. Nadie levantó el dedo para acusar a nadie por los errores que pudieron cometerse. Ninguna se sintió ajena a la responsabilidad. A ninguna se le ocurrió mirar al costado para ver quien lloraba más o quien menos. A ninguna de ellas se le cruza por la cabeza que una derrota del equipo podría significar una oportunidad personal. Juan, el entrenador, les habló a cada una. Y a la tarde, les mandó un texto por whatshapp, donde les recordaba lo valioso que es defender en conjunto, atacar en conjunto, se gane o se pierda.
Yo le hablé de la relatividad de las victorias y las derrotas. Le dije que las victorias suelen ser fugaces y que pocas veces enseñan algo. En cambio las derrotas, si se aprovechan, son oportunidades únicas para cambiar. Para corregir, y sobre todo para aprender. Que el dolor no es necesario, pero que cuando toca, toca. Y que hay que usarlo de la mejor manera posible. Y que esa manera siempre, es con los otros.
Me miró extrañada, creo. Supongo que advirtió que no sólo le estaba hablando a ella, sino también a mi. Y yo, a la vez, a un montón de gente que nunca se mira como responsable. Que nunca se hace cargo de las pérdidas, pero se arrogan las victorias. De los que creen que lo único que vale es ganar. Y los que no aprenden nunca lo valioso que es perder. Del valor de los conjuntos, de los equipos, de los valores que unen a esos colectivos. De la diferencia grande que hay entre quienes creen que se trata sólo de ganar, pero nunca advierten que en la victoria errática o confusa, se evaporan muchas oportunidades de crecimiento.
Las derrotas no son necesarias, ni los dolores. Mejor si uno los puede evitar. Pero como se deben evitar, no a cualquier precio, ni de cualquier modo. Que los equipos, se sostienen en el tiempo. Que dejan marcas eternas en los individuos, entre ellas la más valiosa de todas:la amistad. Y el respeto por el otro. Se gane o se pierda. Eso, al final, nunca termina importando.
Vale para mi Juli y todas sus compañeras, que finalmente lo va aprendiendo a la edad en que debemos aprenderlo y de la mejor manera. Vale para que ellas no repitan los errores de sus generaciones anteriores. Que no crean que se trata de salvarse solo. Que no hay derrotas con un solo responsable. Ni triunfos con un solo dueño. Y que lo más importante . que ante una derrota, lo primero es el abrazo.La unidad. La compasión por el dolor del otro. Antes que nada, eso. Después, habrá tiempo para pensar que se hizo bien y que se hizo mal. Pero después. Cuando ya no duela tanto.
Y para el final: Si una derrota desarma a un equipo. No es equipo. Es un amontonamiento de individuos con ambiciones personales. Y ahí no sirve nada. Ni los triunfos, ni las derrotas.
Los equipos de verdad, se abrazan en las derrotas. Se crecen ante ellas. Y se preparan para el próximo torneo. Ellas lo aprenden y lo ejercen.Nosotros, los adultos, en un montón de cosas, ya lo olvidamos. O nunca lo aprendimos.