Estalló. La semana pasada, la pantalla se había puesto densa y costaba respirar antes de enviar una frase. Uno salió enojado, otro guardó silencio durante el fin de semana, y finalmente, después del escrutinio, todo voló en pedazos.

-Estas muy picante Juan. Cuestiona uno, tras haber leído un comentario sobre el peronismo. – Aha. Dice el otro asintiendo su picazón interior y exterior. Y finalmente sentencia: – Acá no quedan lugares para neutrales.

Ese diálogo, tan real como ficticio, se produce en decenas de miles de comunicaciones diarias entre los argentinos. Somos los mismos que celebramos triunfos compartidos en el fútbol. Los que corremos a echarle un abrazo al que perdió un familiar. Somos los que nos emborrachamos y tiramos en las mesas las confesiones más crudas, las historias más dolorosas. Y sin embargo, las decisiones de otros, nos terminan poniendo frente a frente como fieras salvajes dispuestas a matarse. Y los que quieren separar también ligan, por tibios. Por no tomar una posición dura y sumarse al combate.

Los argentinos, lo digo sin que me quepa una sola duda, estamos afectados por un nivel de estupidez que pone en riesgo nuestra propia subsistencia como sociedad. ¡ Estas exagerando, estúpido! me dirá uno que mientras lee ya sabe lo que piensa y no está dispuesto a pensar, a repensar nada de lo que piensa. Porque tiene razón. Porque tiene tanta razón que ha dejado de pensar por tenerla, y la ha transformado en una pared indestructible, donde no caben espacios para pintar colores neutros, ni murales conjuntos.

Nos odiamos. El peronismo en todas sus vertientes es el factor más común de odio. Lo generalizamos, lo ponemos en el lugar que nos conviene ponerlo en el momento en que nos resulta más cómodo ponerlo. Y el peronismo, en todas sus vertientes, también desacomoda al no peronista y lo acusa de antiperonista, y los niveles de descalificación trepan hasta las acusaciones más absurdas que hemos escuchado. Todos, donde sea que estemos ubicados mirando los asuntos públicos terminamos salpicados por alguna descalificación atroz.

Cuando todos tiene razón, nadie la tiene. Cuando nos volvemos incapaces de escucharlo al otro, nos convertimos en animales. Y cualquier comunicación se derrite al calor de las vehemencias y las altisonancias. Y todas las humoradas se vuelven agresiones personales, y dejamos de reírnos de nosotros mismos, y perdemos la dimensión del tiempo, olvidamos lo que nos interesa olvidar del pasado, y creemos, estúpidos, que seremos capaces de revertir una situación que nos complica la vida a todos, solos, de a grupitos, con consignas, con viralizaciones de verdades falsas, con la idea casi genocida de que al final, la única solución es que desaparezca el otro. Que mientras el otro esté ahí, cualquier solución será posible.

Tenemos a un 30 % de nuestra gente por debajo de los niveles de pobreza, nuestras empresas cierran, aumenta a diario la desocupación, vivimos de emergencia en emergencia, los dólares se los llevan con botones en diez segundos, personas que viven en otros países. Nos endeudamos, vamos de fracaso en fracaso y encima, somos tan idiotas, que creemos que a esto lo solucionamos peleándonos con el vecino, con el hermano, con el amigo, porque piensa diferente.

En Argentina todos tenemos razón, y ninguno la tenemos. Estamos enfermos de una clase de estupidez peligrosa y contagiosa que es la soberbia. Esa que le impidió a Cristina entregar el bastón de mando, esa que le impide a Macri tener la mínima grandeza de admitir que perdió, que no consiguió los resultados que había prometido, y lo empuja a descalificar a los que no lo votaron. Y echarle la culpa de todos los males a los opositores.

Si el kirchnerismo robó, lo que hay que pedir es que se pruebe y se condene.

Si Macri y sus amigotes se enriquecieron con la timba, lo que hay que pedir es lo mismo.

Lo que no podemos es defender al que más nos gusta, y eludir que robaron.

Lo que no podemos, nunca, es defender lo que se hace mal.

Lo que no podemos es echarle la culpa siempre al otro de lo que no nos sale, no supimos, o no quisimos hacer.

No tenemos un sólo gesto humano en el conflicto. No sabemos distinguir entre posiciones ideológicas y urgencias humanas. No advertimos el dolor del otro, y somos capaces de acusar al sufriente por sufrir, por no bancarse más sufrimiento.

Nos hicimos tóxicos. Nos volvimos intolerantes. Cada uno de nosotros creemos que sabemos cual es la solución y si nos sientan medio minuto en un despacho gubernamental, y no nos tentamos con la idea de robarnos algo, es posible que nunca sepamos cuales son los botones que hay que tocar para poner en marcha la máquina.

Nos odiamos. Nos maltratamos. Y después salimos en las propagandas convocandonos a TODOS, que es la hora de estar JUNTOS, que se trata de CONSENSOS, y le perdimos el respeto a la palabra, a nuestros familiares disidentes, a las mayorias que eligen, y a las minorías que no están de acuerdo.

Este país, que lo es de pedo, como dijo alguien, tiene un serio problema, mucho más grave que la economía, los leliqs, la mentalidad especulativa, y la desocupación. Tenemos un problema aún más grave, que es nuestra incapacidad para poner el ojo en lo importante. En eso que no será distinto gobierne quien gobierne, gane quien gane: en las necesidades de que la gente viva un poco mejor todos los días.

Y no se trata de populismo, neoliberalismo, ni cualquier ismo que le sirve a las hordas para desatar sus resentimientos acumulados, multiplicados y amplificados en aniversarios, historias de cinco, seis o siete décadas y que más allá de las litrugias, nunca sirven para resolver los problemas concretos.

Se trata de quererse un poco más, muchachos. Se trata de aceptarnos diferentes, y de exigirle a esos cien o doscientos sujetos, hombres y mujeres, que forman parte de una rueda sistémica, que se pongan de acuerdo en lo elemental. Que dejen de especular, que dejen de ventajearse, que dejen de perder energías en insultar al otro, y entiendan, que cada dia que pasa y que en cada maltrato mutuo, lo que se produce es una ruptura de un tejido que nos une como sociedad. Que no podemos ir hacia la desintegración de esos tejidos, porque nos necesitamos.

Si Macri no es capaz de llamar a su principal adversario a conversar, si Cristina no es capaz de entregar el bastón de mando, si ellos que son los principales responsables de los asuntos públicos, no lo hacen, al menos nosotros no repitamos esa estupidez. No nos hagamos cargo de ellos, y no despreciemos al otro, que es en su gran mayoría, un tipo al que las movidas de mercado lo van a detonar tanto como a vos, en la vida cotidiana.

Todos nos necesitamos. Vivos. Y aunque pensemos de manera diferente, aunque no nos guste lo que hace el otro, la única manera de resolverlo es como se resuelven estas cosas: con políticas, con decencia, y con un alto nivel de tolerancia.

Hoy se quemó mi grupo de Whatshapp, cada media hora se quema otro. Afuera los mercados hacen sus negocios, los dirigentes sus cálculos, y nosotros nos peleamos, como si de verdad estuviéramos en la Alemania Nazi, en la Venezuela de Maduro, o en la URSS de Stalin.

Dejémonos de joder. Bajemos un tono, y no nos convirtamos en un coro, no. Pero dejemos sonar los coros sin chiflarse. Y pensemos de una vez, que el otro es igual que vos, que tiene las mismas intenciones que vos, que quiere también lo mejor para vos, pero lo ve desde otro lugar. Equivocado, seguro. Como vos y como yo.

2 comentarios en «Crisis en el grupo de Whatshapp»

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