No se trata de refutar a los que saben. Al fin y al cabo los que saben, a esta altura , saben lo que más o menos sabemos todos: tenemos que cuidarnos, y en ese cuidarnos hay un doble eje: me cuido para no contagiarme, y te cuido para no contagiarte. Nos lavamos las manos dos o tres veces al día con enjundia, nos mantenemos a dos metros de distancia siempre, usamos barbijos o tapabocas en los lugares cerrados y si hay que extremar las medidas, nos sacamos la ropa cuando llegamos y nos cambiamos. Limpiamos cada objeto que traemos a casa, cada huevo, cada manzana. ¿ Algo más?

Hace sesenta y cinco días que los chicos están encerrados en casa. El mismo tiempo que muchos abuelos llevan sin verlos. El mismo tiempo que pasó desde que muchos de los hijos dejaron de ver a sus padres, a sus hermanos, a sus primos. Sesenta y dos días, sin asados con amigos, sin carcajadas de sobremesa, sin café a la salida del trabajo, sin cervecitas compartidas en el anochecer del jueves, sin reuniones en casa, sin peñas, sin encuentros. Sin gimnasios, sin talleres de pintura, sin ir a la peluqueria, sin té con las chicas egresadas del 56.

Mientras todo eso pasó, en la ciudad donde vivimos, desapareció el COVID-19. Ayer se cumplieron 45 dias sin detectar un solo caso. Y los hospitales, esos a los que le dimos tiempo para que no se colapsen, están vacios. Las salas de terapia están vacias. Las guardias están vacias porque la gente no concurre por miedo a molestar, mientras se agudizan las enfermedades porque no son prioridades. Mientras la gente se llena de tristeza, porque no es prioridad. Mientras el mundo afuera funciona sin nosotros, y pasó a ser sólo un asunto de los «imprescindibles», o de los que con horarios reducidos, van y vienen de la casa al trabajo, como robots, sin parar en ningún lado, sin derecho a interrumpir su día con ninguna distracción que ponga en peligro la vida de la humanidad.

No era lo planeado, claro. Nadie imaginaba esta pandemia. Pero hicimos mucho, nos adaptamos rápidamente al estado de «excepción», y mientras los meses pasaron, la vida se fue convirtiendo en un asunto denso, cada vez más denso, con una población sobre stressada, con asuntos económicos que por pendientes, no dejan de ser una angustia acumulada, con incertidumbre sobre nuestros trabajos, y los trabajos de nuestros hermanos, y de los amigos, y de nuestras parejas. Y mientras tanto, la inflación muestra sus dientes afilados y muerde, entre compra y compra que hacemos en los supermercados, en los kioscos de barrio. Y las facturas llegan, y los créditos se vencen. Y las tarjetas siguen aplicando intereses que nunca jamás podremos pagar, sencillamente porque no podemos, o porque el que nos debe no nos paga, o porque ya no tenemos de donde sacar, porque el mundo se paró y nosotros nos paramos con él.

Nada de lo que digan los «especialistas» explica que en una ciudad donde no hubo un sólo caso de COVID-19 en cuarenta y cinco dias, los ciudadanos debamos seguir encerrados. ¿ Que esperamos? ¿ Que los chinos y los norteamericanos inventen la vacuna? ¿ Que esperamos? ¿ Que los estados decidan cerrar para siempre nuestras vidas por las dudas? ¿ Cuando es que afrontamos finalmente el asunto y nos exponemos al riego de…morir? ¿ De verdad estamos intentando impedir que la gente muera, mientras se mueren de infartos por angustia, de ACV por hipertensión y stress, por cancer que se acelera porque las defensas se van muriendo de pena? ¿ Por enfermedades que aparecen de golpe, en medio del encierro?

¿ Que esperamos? ¿ Que el virus anuncie que desapareció y que ya no hay riesgos de que ninguno de nosotros nos contagiemos? ¿ Y si nos contagiamos? Porque es probable que muchos nos terminemos contagiando, y ya le dimos el tiempo que necesitaba el sistema de salud, y ya conseguimos hacernos de camas, de respiradores, de personal contratado, de hospitales de campaña, de presupuestos adecuados.

¿ Que esperan? ¿ Que esperamos?

Que la gente se consuma de bronca, de tristeza, de ansiedad, de indignación, porque no hay jueces que atiendan sus despidos, porque no hay calles para manifestar sus malestares, porque ni siquiera les dejan el circo del fútbol, y las teleconferencias nos hartaron. Y no queremos hablar con nadie más, y nadie quiere ver pantallas partidas en las que ya no distinguimos quienes son, de qué hablan, para qué.

No se trata de negar la pandemia, ni de proponer soluciones tóxicas, ni de invitarnos a morirnos en la calle. Se trata de salir a la calle en condiciones de cuidado, con protocolos, confiando en nosotros, en las medidas que deban tomar los otros, en las responsabilidades que tiene el estado, en los esfuerzos de los comerciantes para cuidarse y cuidarnos, en los protocolos que vienen proponiendo los gimnasios, los talleres de arte, los jardines maternales, los clubes, las escuelas, los cines y los teatros.

A media sala, a tercio de sala, a dos metros, a tres metros, con tapaboca, con desinfectantes, con responsbilidad, con cuidados, con severo cuidado por nosotros y los otros.

¿ Y si viene el Covid? QUE VENGA. Y que ocupe camas, que se van a morir pocos, porque mata a muy pocos. Que se van a enfermar pocos, porque enferma a muy pocos en la población. Y si se complica, nos volvemos a guardar, que ya sabemos hacerlo. Y entonces esperamos por fin que baje la puta curva de contagios que venimos esperando desde Marzo, y que nunca se trepó.

El coronavirus es un problema real hoy, en AMBA, en Chaco y en menor medida en Córdoba. El resto del país no tiene prácticamente casos. Nuestra Rosario tiene diez casos, detectados en origen. Y con un serio trabajo de la salud pública municipal que salió a aislar a los contagiados, rápidamente.

¿ Que estamos esperando? Que venga la primavera, que nos anuncien la vacuna, que los sueldos valgan un 50 % de lo que valian en marzo, que desaparezcan el 70 % de los empleos y todos dependamos de un favor del estado, de un plan, de un subsidio, de una gauchada de los amigos que ocasionalmente ocupan los lugares donde queda la poca plata que queda.

No entiendo que esperamos. Hace dos meses que estamos preparándonos para algo que al menos acá, en Paraná, en los pueblos y las ciudades de la provincia NO ESTÁ PASANDO. Y vivimos como si pasara, invadidos por realidades televisadas desde Buenos Aires, ignorando lo que pasa acá a la vuelta.

Basta. No se puede extender esta muerte, en nombre de la vida. No podemos seguir protegiendo la vida, mientras dejamos instalar la muerte en nuestros hogares. Donde se respira fastidio, resignación, soledades, tristezas, añoranzas, violencia, y una sensación de agonía que nunca se termina.

Basta. Ya sabemos cómo cuidarnos, ya sabemos de que se trata. YA SABEMOS LO QUE PODEMOS Y LO QUE NO PODEMOS HACER.

Es hora de que nos dejen elegir a nosotros, cómo y de qué vivir. O morir, que en este caso se confunde bastante.

2 comentarios en «¿Qué estamos esperando?»

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: