
Se fué sin hacer ruido. De la misma manera que se iba de las reuniones sociales. Sin avisar, escabulléndose de las obligaciones del saludo protocolar. Se fue, supongo, cansado de entender lo que casi nadie entendía. Con esos ojos abiertos que siempre parecían estar repitiendo aquella letra de Charly :»No entiendo a los que hacen lo mismo que yo hice ayer, pero hasta ahí nomás».
No voy a repetir la fórmula del obituario. Los santafesinos del «centro» sabemos muy bien quién era el «Peiso». Sólo se trata de hablar con cada una de las personas que lo conocieron para acumular anécdotas y concluir que era un loco bueno. Que por su cabeza circulaban las palabras a una velocidad diferente. Que su juego predilecto era construir neologismos que acertaran con la descripción de los personajes que eran objetos de las conversaciones.
Su límite era la vulgaridad. «Antes muerto que vulgar», decía. Y desataba una tormenta de ideas en las que podian mezclarse Chopin, Los Palmeras, Mirtha Legrand y el intendente de turno.
Al Peiso le encantaba conversar. A sus 70 tacos largos, todavía buscaba la aprobación del otro. Y quería saber qué pensaban de sus columnas en el diario, de sus programas en el cable, de sus últimas aventuras en las radios.
El Peiso estaba triste. Se trataba de mirarlo por la calle, en los últimos meses para saber que ese hombre había perdido las ilusiones de reirse. Y la risa era su arma principal. Hacer reir le desplegaba alas de ave gigante y disfrutaba mucho de las risas de los contertulios.
No estaba loco, claro que no. Detestaba a la política. «Esa actividad menor, que tanta plata genera», me dijo.
«Siempre pensé en tener una sección en los almuerzos,que me permitiera tirarle una copa de champagne en la cara al político que me estuviera mintiendo descaradamente». Ja, le dije yo. «Pero no se puede. Es indignante que no se pueda. Sería una bomba ¿Te imaginás? El tipo viene hablando y cuando se descubre diciendo una gansada, o prometiendo lo imposible, ¡plash! en la cara. Esas cosas hay que hacer» Se reía de sus ocurrencias, pero al mismo tiempo sabía que en esta tierra repleta de nombres santos, eso no podía suceder. «No se lo bancan, acá, acá la gente está moldeada de cartón»
No. Al Peiso lo aburrían las solemnidades y la pacatería. Disfrutaba de la pertenencia a los lugares donde manda el buen gusto para vestir, donde reinaba el buen gusto, y se enojaba mucho cuando las vulgaridades trascendian demasiado.
Transpiraba mucho. No eran los nervios, decía, » Es mi manera de mearme en lo que me dicen».
Se enojaba cuando descubría que una persona sin formación y sin encanto, dominaba la escena temporal de los medios. Y entonces preguntaba con complicidad .»¿Vos viste ese programa?». Y lo escribía con lujo de detalles. Lo desarmaba con la habilidad del orfebre usando palabras que se mezclaban con otras palabras. Y no hacian falta las conclusiones. «Entendés, claro, no hay que agregar más nada»
El Peiso se amansó con los años. Ya no quería líos ni malos entendidos. Se disculpaba sin ninguna necesidad por algunos programas que hacía y disparaba «es que tengo que morfar boludo», excusándose. Que vá, Peiso.., No hay que disculparse ante nadie, por nada.
La presencia de Peiso en las calles era un motivo de alegría. levantaba sus brazos cortitos, abría los ojos y la boca, haciendo muecas. Te abrazaba, tomaba una distancia de dos metros y te miraba de arriba a abajo. Describía tu vestimenta, y la aprobaba o no. Se acomodoba el pantalón a cada rato, y te daba su opinión. Siempre de buena leche, siempre señalando amablemente la crítica. Siempre dándote un consejo : «No hables tan en serio, nadie merece tanta seriedad» me recomendaba.
Hizo lo que muchos quisimos hacer, pero sin su gracia.
Miraba a las nuevas olas con tristeza, y nunca, jamás, lo encontrabas desinformado de las cosas que sucedian en la ciudad. En su cabeza crecían los árboles genealógicos, los secretos de alcoba que iba recogiendo en sus decenas de mesas de café, y disfrutaba mucho cuando se encontraba con alguien que le seguía el cuento, que contaba como casi nadie puede contar.
Vaya duende. Atravesó todos los temporales, pero salía siempre bien vestido y bien peinado a la calle. Con su sonrisa como bandera.
Peiso fue mucho más que un comunicador. Era un ciudadano ( con título de ilustre) que andaba por la ciudad vigilando sus ocasos y sus pequeños brotes.
Ya no lo ilusionaba nada. Eso parecía. La sensación de formar parte de un pasado glorioso que siempre se remontaba a los años 60 y 70. Su «exilio» artístico en España, su regreso con gloria que se fue desvaneciendo hasta convertirse en moneda corriente. Cómo todo lo que se vuelve costumbre.
Luchó como pudo contra sus propios infiernos. Y se levantó de cada pelea, con la insolencia del que no estaba dispuesto a perder, aunque hiciera falta salir corriendo.
Hace algunos meses lo encontré en la esquina del teatro municipal, lo invité a tomar un café pero me dijo que no, que tenía acidez. Y me devolvió la invitación: «sentemonos en las escaleras del teatro», y allí fuimos.
Estuvimos como dos adolescentes mirando a la gente pasar. El conocía a casi todos, y luego de saludar con algo de exageración, me decía: ¿ sabés quien es este? y desplegaba el informe, siempre cargado de detalles desopilantes. No importaban si eran ciertos o no. Lo delicioso era escucharlo de su boca.
Ese mediodía me dijo una frase que guardaré para siempre.»Cuidate vos, porque sos de los pocos locos buenos que quedan por acá» con tono de consejo de sabio mayor.
Era un duende, claro. Un chiquito adentro del cuerpo de un hombre que se negaba a crecer. Y que seguía buscando con asombro «sus piedras filosofales».
Se fue, supongo, riéndose de todos nosotros. O tal vez, por fin, dejó de sentir esa ofensa que llevaba puesta en sus camisas. No estaba loco, le dolía todo lo que lo rodeaba.
La noticia llegó fría y por Whatshapp el martes pasado. A las pocas horas el comentario era general:»pobre Peiso».
Nada de pobre. Se fue un tipo que como tantos otros, necesita de la muerte para que le demos su verdadera dimensión.
Que Peisadumbre, Peiso.
Hasta siempre, clown. Hasta siempre. Y ojalá puedas cumplir el sueño de tirarle la copa de champagne a los que te mienten en la cara. No prometo hacerlo, pero… ¿ Quien te dice?
Chau.