Santa Fe. Argentina. Enero de 2021. El mundo desde mi ventana se parece mucho al mundo que miro desde hace décadas. Cinco décadas. La diferencia es el escaso movimiento en las calles a una hora en la que todo solía ser más bullicioso, y las transformaciones de los edificios. Acabo de cerrar el segundo libro que termino en el año. No paro de pensar. Los diarios ofenden, la TV informativa está muerta. Nadie que tenga el mínimo incentivo crítico sobre las actuales condiciones de la política, la realidad social y la angustiante incertidumbre que asoma tras la derrota ambiental y la crisis energética, puede seguir creyendo en lo que simplifican los noticieros de la televisión.

La pandemia vino a acelerar algunos procesos que estaban atentos a las defensas de las sociedades. La necesidad de respondernos a preguntas sin respuestas a mano nos aterra. Es el momento de pensar y buscar respuestas que no se encuentran en los manuales de política del siglo pasado. Ni Fukuyamas, ni pastores evangélicos, ni coachs de la autoayuda que sepan responder.

El mundo es demasiado pesado y tiene multiplicados vericuetos, como para poder mirarlo recortado en clips diarios. Las redes sociales han contribuido mucho al asunto. El regodeo de la ignorancia ha avanzado demasiado en estos años. La relativización del pensamiento y la ciencia, es materia común en la boca de unas minorías ruidosas, que se alimentan de la «posverdad» – que no es otra cosa que una mentira sostenida en premisas falsas- para asumir que tenemos un vacío de respuestas para los problemas que tenemos hoy, y ni hablar del mundo que se viene.

Las categorías ideológicas han caído en desgracia. No lo digo yo, lo dicen los resultados de los procesos políticos y económicos de las últimas cuatro décadas. Hemos desterrado a las dictaduras, y generamos anticuerpos contra los procesos formales de autoritarismo. Sin embargo, de ese planeta de demócratas, nacieron hijos que reivindican sin descaro a las primacías raciales, y enarbolan teorías conspiranoicas que construyen sin sustento alguno, escenarios que entusiasman al ciudadano hastiado de insuficiencias.

Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, han invertido casi dos décadas en el estudio del derrumbe de las democracias en Europa y Latinoamérica, y lo sintetizan en su libro «Cómo mueren las democracias». Sumergirse en sus 360 páginas, deja un sabor muy amargo: Hemos sido protagonistas de una era en la que reinventamos a la democracia pero al mismo tiempo contribuimos a fundirla como valor. Las democracias ya no termina con o de golpe, sino con pequeños y sostenidos quejidos que leudan progresivamente el debilitamiento de la confianza de los pueblos en las instituciones esenciales, como son el sistema político de representación , el jurídico o la prensa, y la erosión global de las verdades políticas tradicionales, que creíamos saldadas para siempre.


Las razones son muchas, diversas y no todas conocidas, como para pretender cerrarlas en una lista. Pero las principales están muy claras: La desconfianza en la política es masiva. Y está fundada en razones reales: La mayoría de los gobiernos que se eligen no cumplen con sus promesas electorales, ni mejoran la vida de sus ciudadanos.

La economía no pudo resolver ninguno de los problemas que dice saber resolver, y la mayoría de quienes la representan, caen en interpretaciones generales y todos, sin excepción, repiten manuales que aplicados, complicaron aún más las cosas.

Pero hay algo más grave aún: Hay un corpus social que elude la valoración de los programas de gobierno y las posibilidades de su cumplimiento durante los procesos electorales. Lo resumo: a las mayorias les importa poco o nada lo programático. Muy pocos lo valoran a la hora de emitir su voto. Y las principales motivaciones del sufragio, terminan siendo emocionales o de expectativas mágicas.

La abolición de la sanción por incumplimiento de la palabra empeñada por un dirigente, que suele jurar sobre una biblia y una constitución, no tiene demanda posterior. Las sociedades no sancionan la perjuria. Sólo se limitan a medir los resultados personales o sectoriales de un proceso, sin que influyan los factores generales que han generado en nuestros paises- hablo en particular de América Latina- bolsones de pobreza e insatisfacción social que no tienen antecentes.


La corrupción se sustenta en esa falta de castigo. ¿ cómo exigimos decencia en el marco de una principal indecencia que es la comunión de un buen sector de la dirigencia y lo que entre los años 60 y 90, llamábamos «La Militancia». Un militante se redujo a sus propias expectativas de ingreso personal y a sus beneficios excepcionales, mientras dura el acceso a la adminstración del Estado de su colectivo.

Los militantes o integrantes interesados de un resultado electoral, han sustituido en sus propias escalas de valores las ideas para someterlas solamente a sus necesidades personales. No es un asunto de un partido político, ni de un sector ideológico ( por usar un término que los incluya): es una modificación general de esas expectativas. Los militantes sueñan con cargos, mientras hacen malabares discursivos para convencer al semejante de que ese es el camino que el país o la provincia, o la ciudad necesita.

¿ Cómo pedirle a una sociedad descompensada por sus carencias y sus desigualdades, que confíe en el sistema político si lo que percibe es que la política transforma la vida de los militantes y los dirigentes, y nunca, o casi nunca, la de la sociedad que conducen?


La democracia está en riesgo, claro. Y no existe otra manera de salvarla que no sea reivindicándola. Primero porque no existe otra manera conocida de establecer acuerdos populares de gobierno que no sea a través de la voluntad de las mayorías. No se inventó todavía nada más justo y representativo del pensamiento de de las mayorias y las minorías que esto que algunos insisten en descalificar como la «Democracia liberal».

Pero reivindicarla no significa renovar la retórica democrática, sino recomponer con ejemplos sólidos y contundentes su valor. Que los gobiernos hagan lo que prometieron en sus campañas. Que los dirigentes no sostengan con justificaciones «tácticas», acciones políticas contrarias a sus convicciones. Que el enriquecimiento de un dirigente político o sindical no resulte indiferente y natural. Que no se permita el mínimo sabotaje a las independencias de los poderes- en términos funcionales- y finalmente, que no terminemos abrazados a conceptos que pudieron explicar la realidad del siglo XX, pero que carecen de aplicación y resultados en el siglo XXI.


¿ Que se necesita redistribuir la riqueza? Ninguna duda. Pero hay que poner la mirada en la creación de la riqueza y en las reformas que ayuden a multiplicarla.

¿ Que la prioridad deben ser los pobres y los que no tienen las mismas oportunidades que los que vivimos y crecimos con privilegios? Si, claramente. Pero el camino no es la sustentabilidad eterna de la ayuda urgente, sino programas que generen educación de calidad, acceso a los servicios elementales, inclusión cultural, y por sobre todas las cosas, acceso a empleo. Y que los hijos de los hijos de los hijos de los ciudadanos marginales, empiecen a crecer mirando otra película. No la de la humillación a cambio de una suma mensual fija que no los obliga a nada.

¿ Que es imposible? No, no es imposible, es la única posibilidad que tenemos de acá a treinta años si pretendemos salvar a nuestros hijos y nietos de la selva de la violencia y el caos. Rendirse a la idea de que no es posible, finalmente contribuye a eso. No hay otra alternativa armónica que no se sostenga en un sistema democrático. Y no habrá otra solución si no contemplamos desde el lugar que nos toca a cada uno, que se trata de frenar la degradación de la palabra.

No hay otra manera que se avizore como alternativa. Las revoluciones terminaron siendo dictaduras que proveen beneficios a una nueva «burguesía»- un término lunático para el mundo de hoy- que se maneja frente a las mayorias, con el poder y la impudicia que generan las monarquías y las aristocracias.

Los efectos de las «alternativas» son trágicos. Venezuela es un ejemplo didáctico. Quienes reivindican la «democracia» venezolana no podrían soportar un mes viviendo allí. O se convertirían en opositores rápidamente. Los resultados de los procesos populistas institucionalizados, por «izquierda o derecha», según se pretenda inútilmente diferenciarlos, no difieren demasiado: son sociedades opresivas que incrementaron severamente sus niveles de pobreza y limitaron las libertades individuales de la misma manera que las limitan las dictaduras.

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