Murió Carlos Reutemann. Los medios nacionales dicen que murió un famoso piloto de Fórmula 1 que luego se dedicó a la política. Los santafesinos, que en forma unánime supimos admirarlo y madrugar para verlo en los viejos televisores en blanco y negro, lo terminamos reconociendo a la inversa: se murió un político, que antes había sido piloto, y que dejó en la memoria colectiva, muchas más deudas y acreedores que entusiastas admiradores.

Vaya a saber cómo será ese asunto de los premios y los castigos después de la muerte. En estos últimos meses ha muerto tanta gente, que seguramente nos preguntamos eso varias veces, aún militando en las filas del ateísmo o el agnosticismo. La muerte es tan solemne e irreversible, que nos deja mudos y sin explicaciones.

La muerte de Reutemann es una muerte ruidosa. Repleta de recuerdos. Una muerte que presumíamos pomposa y paradójicamente termina circulando casi de manera indiferente en las calles de su ciudad. No hay conmoción, no hay lamentos, ni gestos masivos de angustia. Alguien me dice en un chat: «¿viste que no hay dolor?» No lo puedo saber, le respondo. Aunque es visible que el deceso no provoca muchas emociones. A eso lo dicen las redes sociales, que se han convertido en las nuevas paredes que se pintan para dejar constancia de las pulsaciones de un pueblo.

Reutemann tuvo una vida de película que nunca llamó la atención de ningún cineasta. Su vida, aunque repleta de anécdotas y decisiones que no pasaron desapercibidas, no emociona. La vida de Reutemann es una vida que parecía carecer de color. No fue Fangio, claro. Y como dirigente político, no tuvo mayor trascendencia que la que dejó con sus malas decisiones. No hay hito de Reutemann que nos haya provocado cimbronazos colectivos, con excepción de sus responsabilidades- impunes- en asuntos que tuvieron más que ver con la muerte que con la vida. Con olor a río entumeciendo las paredes de las viviendas del oeste de esta capital. Con olor a pólvora, humeante en un comedor de barrio en Rosario.

Alguien dirá: «aprendió a hacer política», o incluso se podrá decir «que fue inteligente para tomar decisiones personales». Se lo recordará, tal vez, por su condición de «tiempista» o de «tener la frialdad para tomar decisiones que sólo se pueden tomar cuando se manejó a 300 kilómetros por hora». No lo sé. A la gente se la recuerda por lo que hizo con otras vidas, no por sus modos de ser.

No será el día de hoy, por razones de estricto respeto a los suyos, que corresponda hacer balances y reproches para Reutemann. En el calendario hay otras fechas marcadas en las que su figura reaparecerá siempre con fuerza de huracanes : siempre habrá 29 de abriles y 21 de diciembres. Siempre se escucharán las voces de la memoria colectiva, que lo obligaron a abandonar las calles para siempre.

Las muertes, pienso, provocan con su llegada efectos directamente proporcionales a las dimensiones de las vidas. No se trata de trazar ninguna comparación, ni de medir estaturas ahora. Una muerte es el fin de una vida, y cualquier vida que se apaga, nos obliga al silencio y a las preguntas que casi nunca tienen respuestas definitivas. Sin embargo hay algo que se vuelve ineludible desde lo físico : algunas muertes cortan el aire, golpean en el pecho, provocan un sacudón del que demoramos en reaccionar. Otras, no. Y la de Reutemann, tan importante que fue, parece ser de estas últimas.

Las vidas valen y perduran en el tiempo , por las vidas que pudieron y supieron transformar. Para bien, claro.

Por casualidad, desde mi ventana se escucha la voz de Mercedes Sosa en el Luna Park, cantando Sólo le pido a Dios. Y me quedo escuchando el estribillo: «Que el dolor no me sea indiferente», escribió Gieco. Y entonces algo queda en evidencia ante el vacío, ante este final con sabor a nada.

Las muertes provocan los dolores que merecen. El olvido, Borges dixit, es el peor castigo, también.

No sonarán campanas, ni habrá silencios de conmoción. Al final, se cosecha la siembra.

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