Parecía una maldición. Llegué a pensar que en alguna mesa oscura, se habían conjurado para impedirle el paso.

El pibe hizo todo lo que estaba a su alcance, pero o le faltaban 3 centímetros, o se levantaba con un mal día o simplemente fallaban en los penales. Era un asunto de Mandinga, y encima la lluvia de críticas y abusos de demandas, lo hundían cada vez más.

Llegué a pensar que no salía más. Que había entrado en la curva descendente. El mundial de Rusia fue quizás la peor imagen. El desorden, la apatía, el mensaje que nos informaba para siempre que no, que incluso con él, a pesar de él, contra él, no habría foto del pibe levantando una copa.

En la memoria se habían extraviado la medalla dorada en los JJOO, el campeonato mundial juvenil y a nadie le importaban las Champions, las ligas ni los balones dorados.

Teníamos al mejor y no podíamos ayudarlo a conquistar nada. Y al menos yo, creí que no lo merecíamos. Que el pibe se había equivocado al elegirnos. Que debió quedarse a jugar en el país que le había dado todo lo que acá no le supimos dar. Desde el tratamiento para que su cuerpo creciera, hasta compañeros que entendieran que era dársela a él, a veces, y en otras ocasiones era mejor que se llevara las marcas.

Y esta semana sentí algo diferente. Estaba en el estómago. Era la primera sin Diego en las tribunas, sin comparaciones odiosas, sin reclamos exagerados y si, digamoslo, sin muchas expectativas.

Era en Brasil por accidente. Y era con un equipo que tenia nombres desconocidos, jugadores sin mucha experiencia internacional y solo dos o tres de la vieja guardia de los fracasos injustos.

Y entonces se crecieron los Dibu, los Romeros, De Pauls, los Nahueles y los González. Y el Fideo parecía endemoniado. Y Otamendi crecía partido tras partido y el Kun se parecía más al animador de Twich que al jugador, pero sumaba. Y él, claro.

Y esa energía que por fin se había autorizado a escupir. Desde la bronca con la que cantaba el himno, hasta las protestas con los árbitros, hasta la calma para acomodar la pelota en el tiro libre contra Colombia. Y si, también esa maña de barrio que le saltó cuando Yerri Mina pateó el penal y durante varios segundos gritó » ¿ por qué no bailas ahora»? Como descarga, claro. Pero especialmente como aviso: estoy harto de perder. Esta vez no me saca nadie del camino.

Y entonces el Maracana. El 10 % de las tribunas. Y un equipo que nunca se acobardó ante nada. Las piernas fuertes. Las miradas altas y serias. Las tres marcas encima y por fin, si, que hubiera un De Paul que cruzara esa pelota al pique de Angelito. El yerro del brasilero y la definición delicada por arriba.

Las cosas en su lugar. El pibe arrodillado. Quebrado en llanto mientras una montaña de jugadores lo tapaban. Y los abrazos interminables. Y la trepada koala sobre el otro Lionel, Scaloni, que como él también sufrió la desconfianza de quienes solemos opinar sin saber nada.

Y la Copa. Y el grito de alivio. Y las fotos de campito con Neymar. Y las lágrimas de alegría que se debía. Y los cantos en el vestuario. Y su cabeza apoyada en la Copa, como los chicos que la apoyan en su almohada preferida.

Las cosas, por fin en su lugar. El Mapping en el Monumento. El mural en el Monoblock de su barrio. Por fin Lio, campeón con Argentina. Por fin las cosas puestas en su lugar.

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