«Hay dos cosas infinitas: el Universo, y la estupidez humana. Del Universo, no estoy seguro»

Albert Einstein

Si algo ha venido a confirmar la invasión rusa a Ucrania, es que la humanidad tiene en su naturaleza, un instinto primate que no se apaga jamás: su propia estupidez. Los propios hombres (y las mujeres, claro) amenazan con acabar con toda la existencia humana. Las posiciones indiferentes o las justificaciones, no son otra cosa que sus ramificaciones. La naturaleza humana expone su peor cara. No se trata sólo de Putin, sino de un montón de señales que lo advierten desde mediados del siglo pasado y nunca terminamos de aprender.

Un cuarto de la población mundial de hoy, cree que el sol gira alrededor de la tierra. Algunos todavía ponen en duda que seamos una circunferencia. Hay quienes creen que detrás de cada cosa que ocurre, hay una conspiración. Que el sexo es pecado. Que lo que nos pasa, responde a gracias o castigos divinos. Los mitos van y vienen, las guerras terminan siendo siempre la solución. Somos un especie capaz de extender la vida, pero nos especializamos en aniquilarla. Y en eso no hay bandos.

Formamos parte de generaciones que nacimos a la luz de la postguerra. Creímos que el nazismo no podía repetirse, que lo que venía iba a ser mejor y nos confundimos, claro. El siglo XX nos había dejado demasiadas enseñanzas, Chaplin selló con arte la locura del nazismo en «El Gran Dictador» y a todos nos quedaba claro que no se podía repetir la historia. Pero subestimamos a la imbecilidad humana. A la nuestra, claro.

Los déspotas nacen en sociedades que siempre, los acompañan a convertirse en lo que sus delirios de grandeza, los convencen que son. Un estúpido puede creer que representa lo que cree, pero hay sociedades que le compran el delirio y lo acompañan. Ejemplos sobran, claro.

Después de la segunda guerra vinieron la formación del Estado de Israel y la convulsión de Medio oriente, la guerra de Corea, Vietnam, las infinitas secesiones africanas, Egipto- Israel, Grenada, Irán- Irak las divisiones del mundo soviético, especialmente Yugoslavia: Serbia, Croacia, Montenegro, Bosnia, Kosovo. Hussein entrando a Kuwait, Estados Unidos yendo por primera vez a Irak. Y el fin del siglo.

La fantasía de un mundo distinto en el tercer milenio se deshizo en Septiembre del 2001. Dos aviones reventaron las torres gemelas, y empezó la guerra al terrorismo Islámico, los 2000 parecen ser los 1900 con más sofisticación de armas. Así pasó Afganistán también. Y todo el desastre de los ataques y las reacciones.

Y no se entiende la paradoja: somos capaces de desarrollar una vacuna que combata a una enfermedad mortal , en pocos meses. multiplicamos su producción para llegar a casi todo el planeta, en tiempo récord. Sin embargo, paralelamente, desarrollamos armas capaces de matarnos en segundos a todos los que nos alcanzamos a vacunar.

Desde hace cincuenta años, por lo menos, somos conscientes del daño irreparable que le estamos provocando al medioambiente. Sabemos, porque lo experimentamos, que fuimos capaces de romper con los equilibrios elementales del clima en tiempo récord. Que en un par de siglos de industrias y desarrollo, le quitamos al planeta miles de años de existencia, sin importarnos lo que vaya a ocurrir porque no seremos testigos- creemos- de las consecuencias. No importan los que vienen, porque en el fondo, la estupidez nos pone en la frecuencia de creer que sólo importa lo que ocurra mientras vivamos.

La misma humanidad que ha sido capaz de combinar sonidos y componer música. La que desde las cavernas hasta hoy, pinta y conmueve con trazos y colores. La que escribe y relata historias fantásticas que nos rompen en aplausos y conmociones que, supuestamente, nos deberian mejorar, es la que antes o después, termina desatando cacerías irracionales.

Inventamos la ley, la educación. Desarrollamos lenguajes para entendernos y ponernos de acuerdo. Supimos investigar y crear soluciones para mejorar la calidad de vida. Hemos llegado al extremo de comunicarnos con otros, y escucharnos y luego vernos, a decenas de miles de kilómetros, de manera inmediata.

Fuimos capaces de pactar, dice la Filosofía, y de comprender las razones de nuestros comportamientos. Escribimos las historias, retenemos los datos del pasado que deberían servirnos para no repetir lo que nos causa daño. Inventamos la electricidad, la arquitectura, el diseño, las ingenierías, las computadoras, los teléfonos inteligentes, los sistemas de riego, las semillas que resisten a la sequía, represas para frenar el agua, aviones supersónicos que llevan a centenares de un lado a otro del mundo en horas, las impresoras 3D que empiezan a despejar el camino de la teletransportación, y van dejando productos que no dejan de asombrarnos: en algún punto del mundo, hoy, alguien imprime viviendas.

Pero siempre, volvemos al punto inexorable de nuestra propia estupidez y alguien que nos representa, decide que es mejor matar que vivir, romper que hacer y siempre hay quienes se prestan a redactar relatos que justifican las acciones que terminan, siempre, dejándonos heridas que dejan estelas de odio y revancha.

No se trata sólo del déspota. Se trata de quienes lo acunan y luego lo justifican. Los que creen que en la organización de la muerte, hay algo romántico o gozoso. Los que corean al estúpido mayor. Ellos también se reproducen y se organizan bajo nombres gloriosos, bajo argumentos supuestamente racionales.

¿Por qué no habría de pasar que un estúpido, decida incendiar al mundo hasta extinguirlo, si ya lo hicimos antes, con menor alcance, con menos potencia, con menos desarrollo?. Lo hizo Julio Cesar en Roma, lo hizo Hitler en la Segunda Guerra, lo hacen casi cotidianamente las dictaduras, lo expresa la desigualdad y el hambre que sufren al menos un tercio de los que habitan el planeta. Pasa en las calles durante el día, en Santa Fe o en Londres. Miles de mujeres mueren al año a causa de la violencia de sus parejas, o de hombres que no comprenden todavía la diferencia entre el amor y la propiedad. Es posible que un idiota triunfe, claro.

Nos inventamos las religiones, las ideologías, los nacionalismos y todos los entes posibles que nos diferenciaran de los otros, que no somos otros que nosotros mismos. Y luego inventamos los ejércitos, y perfeccionamos las armas, a sabiendas de que serán capaces de destruirnos en pocos minutos.

Una vez, Fidel Castro estuvo a pocos minutos de convencer a Kruschev de desatar una guerra de misiles entre la Unión Sovietica y Estados Unidos. Las bombas nucleares son el límite. Ya sabemos lo que ocasionaron en Nagasaki e Hiroshima. Desde entonces, quienes las tienen, garantizan y amenazan la paz. Nunca faltará un estúpido que se crea el indicado para usarlas. Nos hemos salvado, por ahora, del gordito travieso de Corea del Norte, ¿ Por qué no lo haría Putín?

La estupidez humana es la que manda, a pesar de toda la inteligencia y la belleza, que fuimos capaces de expandir y multiplicar. Pueden más nuestros lados oscuros, que nuestras luces led, de bajo consumo.

Lejos, muy lejos, de comprender las razones del oprobio que significa una invasión, una guerra, los bombardeos y las amenazas de extinción masiva que lanza Putin desde su poltrona, nos cuesta aceptar que existen seres humanos que no entiendan todavía la mortalidad inexorable. Los límites de la física y la química. Las leyes de la propia naturaleza.

Putín morirá, tarde o temprano. Quizás no lo sepa. O quizás no comprenda que sus acciones pueden llevarnos a un punto en el que ya no queden recuerdos de su existencia.

Es la estupidez humana, estúpido. Contra eso no se han inventado las vacunas todavía. Ni contra la ambición desmesurada, ni contra acumulación, ni contra la idea de que tenemos derechos sobre la vida de los otros o del propio planeta.

Es la estupidez humana. Y también es nuestra, claro.

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