
No todo el mundo se pregunta por su ideología. Y es probable que quienes se lo pregunten, terminen modificando la raíz de esa identificación con expresiones que no son, desde lo «teórico», compatibles con la historia. Los «progresistas» somos una categoría que parece no encajar en ninguna de las posiciones dominantes en el gobierno del Estado. Somos un poco de todo, y también, nada de poco.
La evolución de los derechos sociales, el reconocimiento a las nuevas identidades sexuales, el fracaso de los gobiernos basados en conceptos decimonónicos y especialmente el impacto de las nuevas tecnologías, han modificado sustancialmente los «credos» ideológicos con los que crecimos en el siglo XX. Las habituales frases que pretenden sintetizar acuerdos o desacuerdos, fundándose en límites como » la derecha», «el marxismo», «el neoliberalismo» o expresiones similares, carecen de contenido si se las contrasta con las complejidades de la realidad.
Las contradicciones con las que fuimos formados los «progresistas» no alcanzan ya para resolver el mundo. Los que nacimos a la luz de la democracia, teníamos claras algunas divisiones. Porque se contrastaban con la realidad, porque respondían a nuestros debates. La dictadura, la guerra de Malvinas, las políticas extremas de vaciamiento estatal que aplicaron Martinez de Hoz y sus sucesores, marcaban con claridad a los «enemigos», y no había mucho que discutir. La democracia era claramente una opción frente a la dictadura. La sociedad civil, la militancia política, eran la otra cara de los gobiernos militares. Las libertades individuales, colisionaban con las violaciones recientes a los derechos humanos que se expresaban en crueldades sistematizadas en campos de concentración. La economía resultaba un «asunto menor», que se resolvía cada cinco o seis años aplicando «planes extraordinarios» con poca durabilidad, pero que dejaban sensaciones de estabilidad. El «Austral» y la extensa y devastadora convertibilidad, eran salvavidas para un pueblo que no resolvía las cuestiones estructurales, porque no eran – entonces- la prioridad.
Alfonsín y la hiperinflación, Menem, la convertibilidad y el endeudamiento, y De la Rúa con el – primer- desperdicio de la legitimidad social, como consecuencia de no tomar decisiones dolorosas pero efectivas, sembraron sensaciones de fracaso de las que debimos aprender. Especialmente quienes se postulan para gobernar. Los progresistas fuimos parte de todo eso. O porque adheríamos a los gobiernos, o porque nos opusimos a otros, sin comprender que se estaba debatiendo.
No se trataba solamente de consolidar la democracia. Las contradicciones empezaban a ser otras, y la dirigencia política, seguía usando manuales impresos a mitad del siglo que se terminaba. Pueblo y anti-pueblo, eran las categorias que pretendían dividir a la totalidad de las necesidades y las voluntades.
Cada uno elegía donde quería ponerse, como si defender los intereses sociales implicara – solamente- definirse a favor o en contra de algunos conceptos.
El fracaso de Alfonsín en dos temas que para la «progresía» eran tabú, define su condición de estadista y nuestra incapacidad de comprensión de los procesos sociales: el traslado de la capital federal al sur y la reforma laboral de Mucci.
Otro tanto ocurrió con la reforma de 1994. Entonces el «Pacto de Olivos» era una traición. El tiempo demostró que aquella decisión evitó un tercer mandato de Menem, aunque nunca produjo la multiplicación de la cultura del acuerdo.
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Vino el siglo XXI. Y de eso pasaron ya dos décadas. Tanto que, en apenas tres años, estaremos más cerca del 2050 que del 2000. Un dato que la mayoría de los dirigentes «progresistas» argentinos, parecen no advertir. Y entonces, vale la pena hacernos algunas preguntas:
¿Quién es el pueblo hoy? ¿cómo se compone? ¿A qué intereses responden las políticas de asistencialismo social en crecimiento crónico? ¿Qué beneficios a mediano y largo plazo han tenido las políticas de obstrucción a la explotación de los recursos naturales? ¿Qué desarrollo científico nacional ha generado riqueza asociada a la industria o la agroexportación? ¿Qué condiciones objetivas hemos desarrollado a lo largo de estas dos décadas, para que el país sea atractivo a las inversiones de capital? ¿Por qué somos un país dependiente en materia energética, si en nuestros suelos tenemos riquezas que- explotadas- debieran convertirnos en abastecedores de América y el mundo? ¿Cómo puede ser que la mitad de la población nacional esté bajo la denominada línea de pobreza? ¿Qué reformas de cara al futuro hemos desarrollado en educación? ¿Qué planes de verdadera inclusión e igualdad han incorporado a la sociedad, ciudadanos con capacidad para desarrollar las actividades calificadas que demanda el mundo de hoy? ¿Cuáles han sido las dos o tres políticas de Estado, que concibieron las dos fuerzas políticas que se alternaron en el gobierno desde el año 2000? ¿Qué desarrollo en infraestructura han favorecido a los principales focos productivos y exportadores? ¿Cómo es posible que más de la mitad de la población viva en una zona física que representa menos del 20 por ciento del territorio argentino? ¿cómo es posible que los bancos, de todas las nacionalidades que operan en el país, tengan sólo el 20 % del dinero que dicen tener, porque el resto son papeles del propio Estado? ¿Por qué el resto de los países latinoamericanos, excepto Venezuela, han conseguido estabilizar su moneda y eliminar de sus preocupaciones a la inflación?
¿Quiénes son «los enemigos» del país que impidieron que todas las preguntas anteriores, tengan respuestas insuficientes o directamente nulas? ¿De verdad creemos que todo eso es culpa de un grupo de malvados imperialistas vendepatrias, etc, etc? ¿O nosotros no fuimos capaces de entender los cambios que se producían en el mundo- del que somos parte, claro- y prepararnos para eso?
Ya no alcanza con las consignas. La palabra «patria» y su antinómica «antipatria» carecen de sentido, cuando lo único que hacemos es acumular pobres, fracasos y expulsar a los que se forman para el desarrollo o a los empresarios que se ven imposibilitados de desarrollar sus novedades acá, como el caso de Mercado Libre.
Las respuestas, nunca, saldrán de las posiciones ideológicas, nunca.
Las posiciones ideológicas, o presuntamente ideológicas, han servido como excusas para demorar decisiones que no admiten un minuto más de demora.
No alcanzan ni los nuevos derechos civiles, ni el cambio de la letra «a» u «o» por la «e», ni con las conmemoraciones de los días «de», para obtener igualdad de ningún tipo. No alcanzan el maquillaje, si no afrontamos la enfermedad terminal que se desarrolla dentro de nuestro cuerpo.
Tampoco alcanza la comodidad de acusar «al otro» porque ni en los 16 años de populismo kirchnerista, ni los 4 años de «tibio» neoliberalismo macrista han podido torcer el rumbo decadente de este país. Ambos han cometido errores, ambos nos han endeudado, ambos han preferido la comodidad de no hacer las reformas estructurales que nos hacen falta, para garantizarse triunfos electorales mientras se acumulaba la basura debajo de una alfombra que se iba pudriendo día a día, que olía cada vez peor.
Los niveles de pobreza crecieron por una sencilla razón: este país se convirtió en un país pobre, contra todos los discursos que dicen lo contrario. Hace más de cuatro décadas que no crece de manera sostenida ninguna actividad. Seguimos dependiendo de la lluvia, para que nuestra principal puerta de dólares se abra.
El sólo hecho de que sigamos dependiendo de las exportaciones primarias para abastecer las reservas de dólares lo demuestra. La insignificancia de nuestra moneda, también. Mientras tanto, sobran coreutas que siguen calificando a los productores agropecuarios como «oligarcas», en vez de generarles mejores condiciones para que vendan más, y traigan más dólares.
«Ellos se enriquecen y el pueblo se empobrece» dice un dirigente social en la TV. ¿Que prefiere? ¿Que ellos no produzcan más y no tengamos de donde sacar dólares? ¿Qué riesgo corrió ese dirigente, alguna vez, para indicar si las políticas son convenientes o no?
El problema, otra vez, es que desde el discurso todos somos sabios, pero a la hora de tener que tomar decisiones, no sabemos casi nada. O sólo nos abrazamos a consignas, y acusamos a los demás.
Y entonces, las respuestas no pueden seguir teniendo nombres y apellidos, ismos, o vinculaciones con un pasado que sólo preocupa a la militancia en sus debates absurdos de mesa de café, según les convenga. No podemos seguir hablando de la dictadura en presente. Este año vamos a cumplir 40 años desde que regresamos de manera ininterrumpida a la vida democrática. ¿De verdad podemos mantener esa agenda en la discusión de nuestras posiciones sobre el presente y el futuro del país?
Argentina no tiene modelo de desarrollo. Ni hay grieta en esa discusión, porque nunca la terminamos de dar. Porque siempre nos quedamos en las (presuntas) intransigencias discursivas, y nunca definimos que somos, y especialmente, que vamos a hacer.
¿Qué carajo somos? ¿capitalistas o qué? ¿Elegimos seguir siendo un país agroexportador, como en los siglos XIX y XX o nos definimos como un país de este siglo, que estimule la inversión del capital multinacional, más allá de las oportunidades golondrinas del negocio financiero? ¿Nos asociamos a Europa y los Estados Unidos o apostamos por la Rusia de Putín, la Irán de los asesinos de homosexuales y mujeres sin velo, y la China despótica?
¿Nos definimos occidentales o no? ¿Queremos que los capitales vengan y se atengan a nuestras leyes, pero no modificamos las leyes, ni le ponemos coto al inmenso negocio, cuasi mafioso de los sindicatos? ¿pretendemos educación pública de «calidad», pero dejamos de invertir en ella? ¿Creemos que la calidad educativa se resuelve poniendo más universidades, en lugar de desarrollar una educación primaria y secundaria obligatoria y de doble turno?
¿Seguimos desarrollados planes sociales, alimentando dirigentes sociales como los Juan Grabois, o incorporamos a las personas en condiciones de trabajar a actividades estatales, en municipios, provincias y nación, para que hagan lo que los empleados públicos no hacen?
No hay soluciones desde la continuidad de un Estado que se endeuda, se envilece y se hace cargo de lo que no debe hacerse cargo. No es el Estado el que debe generar empleo. Son las políticas las que generan condiciones para que haya empleo.
Hoy el «pueblo» es una infinidad de colectivos y sujetos. Muy pocos responden a las categorías discursivas de los dirigentes sindicales y sociales. No se trata sólo de los «desposeídos, de los que menos tienen, de los niños» como dice el inexplicable presidente de la nación, cuando pretende acusar a la Corte Suprema de todos nuestros males. Como si ellos no hubieran nombrado a la mayoría de sus miembros, como si sus miembros no hubieran sido ministros de ellos, o compañeros de militancia.
El pueblo es, también, el empresario Pyme que no puede sobrevivir a las leyes laborales y a la presión fiscal. Es el emprendedor que se ve obligado a negrear sus actividades para que le resulten algo rentable, son los operadores, programadores o meros intuitivos que trabajan para empresas del exterior desde sus casas, sin ninguna alternativa «física» que les resulte competitiva. Es el 25 % de trabajadores monotributistas, que eligen obras sociales gremiales insuficientes y fundidas. Es el empleado público cada vez menos capacitado, menos estimulado, menos integrado a los «equipos técnicos» que trae cada gobierno, y que se terminan yendo cada cuatro años. Es el docente mal pagado, el médico que recibe pagas miserables durante su paso por la salud pública, los enfermeros, los científicos que estudian y desarrollan durante años, ideas que terminan comprando las empresas internacionales sin ninguna resistencia pública ni privada del país.
La mayoría de ellos están desprotegidos en sus derechos, y encima, sufren el crecimiento de la violencia urbana, consecuencia del narcotráfico y especialmente de la desesperación de quienes no tienen lo que que comer.
Seguir sosteniendo que las prioridades, que las urgencias, sólo le caben a los «más necesitados» es una excusa para no tomar decisiones, para prolongar una subsistencia cada día más insuficiente.
Ya no hay «ricos» que se quedaron con la nuestra, porque la economía del mundo ya no funciona como en el siglo pasado, y nadie deja sus millones escondidos en el sótano de las estancias.
Los millones que faltan, son millones que se fueron porque no les convenía tenerlos acá.
No por «maldad» intrínseca, sino por conveniencia. Y tenemos que aprender, que la riqueza, aquí y en el mundo, se construye desde la conveniencia, no desde los parámetros ideológicos.
Argentina necesita ponerse a producir, generar riquezas nuevas, exportar, redactar reglas inviolables por dos décadas que resulten atractivas a las inversiones, flexibilizar- si- flexibilizar las leyes laborales para adaptarlas al resto del mundo. Invertir en ciencia, para desarrollar patentes que puedan asociarse a la industria local y exportar. Establecer reglas de explotación de los recursos naturales, que sean respetadas y obligadas a respetar por todos los sectores de la sociedad que se rigen bajo la ley argentina. Necesita dejar de producir pobres, dejar de multiplicarlos, dejar de ofrecer condiciones para que no trabajar, no estudiar, no convivir, dejen de ser alternativas para la mente de nadie.
Sólo así, se puede pensar en el futuro. Y eso, es lo que debe encarar la clase dirigente, de todos los partidos, de todas las expresiones «ideológicas», de todos los estamentos sociales. Hay que pensar al país de los próximos 20 años, no de los próximos 20 días. Hay que pactar, si, pactar con los que piensan diferente, con los que están del otro lado, con los que se oponen a algunas cosas, con los que formarán parte de ese país.
Si, reformar, pactar, conceder y especialmente pensar en el futuro. Asociarse a los diferentes, acordar políticas, hacer acuerdos electorales y dar respuestas a la sociedad, aunque para eso haya que pagar los costos. Se trata de elegir que vamos a hacer, o si no vamos a hacer (ni ser) nada.