
Nadie se lleva bien con la muerte, aunque nos visite a menudo. Escribo desde la convicción de mi fortuna: en 54 años he despedido a pocos afectos cercanos. Mis padres viven, no he perdido hermanos, y si bien, como a todos, me ha tocado la desdicha de la pérdida dolorosa, nunca – hasta el jueves pasado- había sentido el dolor del espacio cotidiano vacío. El final definitivo de la frecuencia constante con otro. El impacto de ver los objetos personales de quien se acaba de ir, ahí, donde los dejó cuando no pensaba que era la hora de la despedida.
Mi suegra, Nucha, tenía 90 años. Había llegado hasta aquí con una lucidez envidiable, pero muy maltratada por el cuerpo. Nos reíamos mucho de sus achaques, incluso con ella. Y ella celebraba nuestros chistes sobre su lentitud para llegar de la puerta de casa hasta el sillón, donde finalmente descansaba.
Un accidente tonto aceleró los tiempos y dos semanas en el inhumano destierro de las terapias intensivas, la fue durmiendo para siempre.
En esas dos semanas, éramos muchos los que decíamos :»que se vaya rápido y en paz», porque no queríamos verla sufrir, ni sobrevivir en condiciones que ella misma hubiera despreciado. Pero nunca, al final, estamos preparados para recibir el aviso final. El llamado que convoca al peor de los silencios: ese que se interrumpe con discretos sollozos que se escuchan desde las otras habitaciones.
No hay explicación para el sentimiento que nace del vacío. Todos sabemos que algún día será, y nos cansamos de recibir mensajes que nos repiten lo obvio; que sí, que hoy puede ser el último día en el que nos sentemos a comer con alguien, el último café, el último capítulo compartido de una serie, o el último partido de fútbol que nos regalará un insulto o un abrazo de gol.
La vida es un maldito instante, y nunca parecemos aprenderlo. Malgastamos nuestro tiempo compartido, fastidiados por asuntos que después de un sombrío entierro, carecen de cualquier valor. Nos distanciamos y enfrentamos por asuntos que no tienen ninguna implicancia efectiva en nuestro destino, y aunque lo sabemos, nos dejamos cooptar por el narcisismo y la ambición banal.
Nucha era la antítesis de la estupidez humana. No era intelectual, ni citaba frases que supieran a corrección política. Ella era, una mujer del siglo 20, con formación de maestra de escuela, que se ganaba la vida como violinista jubilada de la Orquesta Sinfónica de Entre Rios, y que, tras una viudez relativamente temprana, eligió el camino de disfrutar cada momento.
Hasta que se fue el «Negro», pocos meses antes de que me abriera la puerta de su casa, fue una compañera con compromiso absoluto. Dejó el violín guardado para cuidarlo y acompañarlo en cada hora de su larga enfermedad. Junto a sus padres, dos italianos que escaparon de la primera post guerra, vivió durante cuarenta años en una larga casa chorizo, que el «tano» construyó con sus propias manos. Y allí, educó a sus dos hijos. Trabajando a doble turno, cumpliendo con las reglas que imponía la cultura machista de la época, y nunca, defraudó a nadie.
Cuando la conocí, iba a misa casi todos los días, pero especialmente los domingos. Usaba su nuevo tiempo libre trabajando en la parroquia San Roque, juntando ropa para Caritas. Entonces, la Iglesia era un tema tabú en nuestras conversaciones. Y mucho más la política.
Hermana de un decente aviador militar, esposa de un civil de la Fuerza Aerea, sintió el horror de la cercanía de la guerra. En los finales de los 70, cuando se movilizaron las tropas a la frontera con Chile, y especialmente en Malvinas. Roberto, su hermano menor, fue combatiente. Era, entre otras cosas, el responsable de abastecer en el aire a los Mirage. Su marido también se fue a Gallegos, a armar paracaídas para quienes cruzaban a las islas y podían fracasar en vuelo.
Roberto llegó a Brigadier General en los tiempos de Alfonsín y Menem. Su nombre nunca estuvo manchado por ninguna denuncia por violación a los DDHH. Recuerdo haber ido al Nunca Más, apenas lo conocí. Su apellido no estaba. Nucha estaba orgullosa de su hermano. No sólo había sido un militar decente, sino que tuvo el coraje de combatir para su país, y encima, ser destratado por los que, como yo, en lugar de reconocerlos, preferíamos «sospecharlos».
En esos meses, y esos años, contuvo a sus padres, a sus hijos, y a sus sobrinas. Ella, tan frágil, y tan dura.
Nucha, hasta cuando pudo, no dejó de viajar y conocer todos los lugares del mundo adonde su presupuesto y sus compañeros de viaje, estuvieran dispuestos a seguirla.
Era una abuela presente en lo que de verdad marca la vida de los nietos: lo cotidiano. La abuela que llevaba y buscaba a su primera nieta del jardín de infantes. La que se ocupaba de cuidarlas cuando sus padres necesitaban salir del ruidoso encierro. La que les compraba o las llevaba, a los sitios «prohibidos». La que llamaba a cada rato ante cada enfermedad. La que estaba atenta a los exámenes, a los actos escolares, a las colaciones y las presentaciones, con mayor compromiso que los propios padres.
Ella celebraba el encuentro. Cualquiera que sea. Se emocionaba cuando éramos muchos alrededores de la mesa, cuando nos organizábamos para juntar a «toda la familia», la que proponía y financiaba planes con sus «chicas». Gastó sus ahorros, disfrutando con sus cuatro nietas y su hija mujer en el Caribe. Se dió el gusto de conocer París de la mano de una nieta y su hija. Se cansó de conocer playas y paisajes, acompañada por las otras «chicas», ese grupo de amigas con las que jugaban a las cartas los sábados y domingos de invierno. Se anotó en la Facultad de la tercera edad, no se perdía ningún concierto de «su» Sinfónica, iba a cada función teatral que llegaba a Paraná. Y cuando las políticas neoliberales le quitaron recursos a la Orquesta, fundó la «Asociación de Amigos de la Orquesta», una organización que no sólo ayudó a los músicos a mantenerla viva, sino que generó encuentros inolvidables, como un concierto con Martha Argerich.
Tremenda hija, madre, abuela , amiga y tremenda familiar política. Atenta siempre a las necesidades de los otros. Genuinamente, sin exageraciones ni intervenciones que pudieran ofender o molestar a nadie.
Hablaba mucho, si, quizás haya sido su único defecto. Pero nunca dejaba de escuchar al otro. Guardaba en la memoria cada problema que le contaban, cada celebración, cada confesión y custodiaba de cada acontecimiento como si fuera propio.
Su alegría contrastaba casi siempre con los estados de ánimos del resto de la familia. Ella, ya lo dije, sabìa que cada momento era importante. Y nosotros, a veces, la criticábamos por esa «ligereza». Su voz fina, rompía el silencio de mi casa cada domingo al mediodía al grito de «Buenos días, su señorìa». Y luego de divertirse un rato con las perras que le festejaban a ladridos la llegada, se acercaba al asador para preguntarme por mi semana. Nadie, o casi nadie, nos pregunta cómo ha sido nuestra semana. Ella me obligaba a contárselo, y siempre, se quedaba con lo positivo.
Ella era, ella fue, una bomba secuencial de amor y gratitud. Hasta su último atardecer consciente, y en pleno dolor por la caída, agradeció por «este bello lugar», por el cielo que se iba oscureciendo. por la compañía que había recibido, por cada gesto pequeño que recibía.
Ella agradecía. Nunca dejaba de agradecer. A los mozos, a los choferes de taxi, a sus empleadas, a sus familiares, a cada persona que se cruzaba y la atendía. Ella valoraba cada gesto humano, y cuando algo no le gustaba, lejos de generar escándalos ni peleas, se llamaba a un silencio que rompía con un gracioso comentario en voz baja, al oído de sus hijos, de sus nietas y también, de mí.
Hoy, a menos de dos semanas de su despedida, recién pude sentarme a despedirla.
Hay algo que no dejo de escuchar en mis oídos: todo vuelve, repetía. Cosecharas tu siembra. Y es así.
La despedimos con un amor pleno. Su velorio, fue una secuencia constante de dolor. Y su entierro, una escena de sobrio desgarro.
Ahi estábamos todos, los que la amamos. Ahi, juntos, sus nietas, sus hijos, su adorado hermano, su familia política, las «chicas» de las cartas, sus empleadas.
La vida es breve, claro. Y no siempre hay Nuchas que nos den ejemplos de plenitud, a la hora de vivir.
La vida es breve, y se va. Como se fue «la» Nucha.
Algunas vidas siembran vida, y otras no. Y no siempre, tenemos el privilegio de constatarlo.
Nosotros lo tuvimos, con ella.
Chau, Nucha. Me hubiera gustado leerle este mensaje en su despedida. Pero recién hoy, en este sábado caluroso, con el primer silencio notorio de su ausencia, me animè a sentarme.