Se murió Gustavo Sanchez Romero. Lo que sigue podría ser el intento de un obituario, pero los hematomas del golpe que nos produjo están en plena evolución, morados y duelen, mucho. Me cuesta escribir esto, siento que mis manos llevan bolsas de arena. Tengo la sensación, desde que me enteré de su partida, de que en estas horas el cuerpo sobra. Que las almas estropeadas no conseguimos darle trascendencia a otra cosa que no sea lamentarlo. Prefiero, entonces, escribirle esta carta.

Negro:

Pensé que no hablabas en serio cuando me mandaste el mensaje de Navidad, con la euforia del mundial en la garganta: “Ya lo vi a Colón campeón, y ahora esto. Ya me puedo morir tranquilo”. Lo dijiste mientras me relatabas tus dudas sobre lo que iba a pasar con tu maldita salud. “Creo que al final me van a hacer dos stends” dijiste, como quien dice que eligió el supermercado chino al almacén para hacer las compras.

No era sólo el corazón, el azúcar, el peso, no. Lo que tenías, te lo dije, era el alma cansada de pelear. Estabas harto de tapar agujeros, de justificar la demora de algunos pagos. Y si, era muy injusto, Negro. No merecías ese estado de incertidumbre y soledad. Y eso era lo que más te enfermaba. Lo que te llenaba el pecho de tristeza y bronca.

No eras un periodista más. Eras, lejos, el mejor periodista económico que había dado esta provincia. Eras el que le sabías explicar al otro lo que tenía que hacer, el que acertaba con el pronóstico de las variables, el que tenía claro lo que iba a venir. Pero nunca lo usaste para vos.

Eso es lo que me da más bronca.

Que sabremos nosotros de necesidades ¿no?

Si nunca, como vos, le temimos a la lluvia porque el techo de nuestras habitaciones de la infancia no fue nunca de cartón corrugado. Si no experimentamos el hambre, ni la sensación de la competencia por sobrevivir, casi desde el nacimiento.

Habías llegado muy lejos, Negro. Nunca lo entendiste. Eras el ejemplo más acabado del triunfo del hombre sobre las inclemencias sociales heredadas. Nadie te había regalado nada, nunca, y eras aquel pibe del Centenario santafesino que se salvó del hambre y el delito, porque tenía una madre, que sola, no paró de trabajar para alimentarte y vestirte; y porque el fútbol, tu Colón querido, te habían invitado a divertirte y a conocer gente, a hacer amigos.

¿Cómo fue que aquel pibito que caminaba en patas por las calles aún no asfaltadas que daban a las tribunas de madera del club, terminó viajando por el mundo, sentándose en las mesas de los principales empresarios de esta provincia, dirigiendo redacciones, haciendo las mejores columnas económicas de radio y televisión, fundando el único portal de economía y negocios de Entre Ríos?

Peleando Mamicu, aprovechando cada hueco que la vida te ofrecía, rompiendo todas las barreras racistas que la clase media te metìa, y amando. Amando mucho a tus hijos, parejas, amigos, a tus familiares nuevos, a tu vieja. Perdonando de verdad a los que te hirieron. Abriendo tus brazos de manera sincera a todos aquellos que los necesitaban.

Todos decían que eras “agrandado”, pero los que conocimos toda tu historia sabíamos que era la única manera que tenias de entrar a esos lugares, donde te sentías extraño. Fui testigo de algunos malos tratos que respondían más a la intolerancia que generaba que, como vos decías, “un negrito de Centenario” les explicara a los que habían nacido en cunas “cultas”, lo que significaban los textos de los sociólogos alemanes. De tu boca caían citas, que sólo se cosechan con lectura. Y vos leías, y crecías, y buscabas, en cada texto, las piedras que argumentaran nuestros dilemas, que nos guiaran a la salida del laberinto.

Lo fascinante de hablar con vos era eso: Podías citar a René Housemann y a Max Weber en la misma frase y encajarlos. En tu auto compartían playlist Chopin y Los Palmeras. Hablabas de Shanghái con la misma familiaridad que mencionabas los bailes de Villa Dora. Entrabas al concierto de una sinfónica, con el mismo desparpajo con el que entrabas a la tribuna de J.J.Paso.

Tus combinaciones de vestimenta al principio nos asombraban, pero después se convirtieron en tu manera de presentarte al mundo, les gustara o no a los que te miraran. Nunca pasabas desapercibido, seguro. Y lo celebrabas.

Por donde pasaste dejaste huellas y te llevaste amigos. A las peleas las enterrabas, y al rencor lo borrabas, poniendo siempre tu mejilla a disposición del otro. Bancándote todos los golpes.

Ahí andan tus fragmentos alados por los pasillos de la Facultad de Comunicación, por la redacción de El Diario, por las orillas del río, por el Rowing y Sportivo Urquiza, por la Unión Industrial, por Canal 13, por las radios, por REC, por todas las casas alquiladas que habitaste y compartiste. En tu biblioteca, en el fondo de cada bajo mesada de los asadores. Nada de eso se va, eso nunca se va, Gustavo.

Tu vida fue una novela, tus relatos- todos enriquecidos por la imaginación y tus ego casi siempre malherido- eran fantásticos. Incluso cuando, lo conversamos alguna vez, te detectábamos alguna mentira, la dejábamos pasar, porque lo que importaba era la historia, no sus detalles verídicos.

Pero así como tus relatos se ponían en duda, nadie discutió nunca tu rigurosidad periodística.

Porque hablabas desde la calle y la academia, desde la percepción y la información chequeada, Nunca desde la desmesura, nunca desde el sensacionalismo, nunca desde la mala intención. En la profesión fuiste el reflejo del sentido que le dieron tus dolores y tus mil maneras de caer y volver a subir, en todos los aspectos de tu vida.

¿Y sabés que?

Nunca manifestaste resentimiento social, pudiendo haber sido el capitán del odio. Disfrutabas de lo que le pasaba al otro, ayudabas al otro, te ofrecías entero. Y pocos, muy pocos, fueron capaces de devolverte el tiempo y la energía que entregabas ante cada compromiso

Eras plenamente amigo de tus amigos, especialmente en las malas. Y en las buenas, claro. Pero especialmente en las malas, presente y comprensivo. Con la actitud de quien aún sabiendo que su amigo cometió un crimen, es el encargado de llevarle la comida y los puchos a la prisión.

Esos” códigos” te hacían diferente, y entrañable. Querido en nuestras familias, y compinche de los amigos de tus amigos.

Te fuiste de golpe, Negro. No era el día. Si el día antes, cuando me llamaste para hablar de la vida me lo hubieras anticipado, te hubiera dicho que no, boludo. No era la hora todavía. Las cosas iban a mejorar. Te lo merecías.

Ahí va tu Luisi con flores en las manos, echándolas al río en tu memoria.

Allí en España, Alejo, sin consuelo, esperando para hacer un gol y gritártelo al cielo.

Acá tu madre, acariciando tu cabeza hasta el último segundo.

Y nosotros, con un vacío tan grande, que apenas atinamos a mirarnos unos con otros, y en tu homenaje, claro, haciendo un espontaneo compendio de tus anécdotas.

Te quisimos mucho, por suerte lo sabías. Mi último abrazo de gol. Coni

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