La dictadura militar entre 1976 y 1983, fue, sin lugar a duda, el periodo de la Argentina donde el poder fáctico, usurpado por las fuerzas armadas, desplegó el más cruento y sistemático proceso de tormentos, asesinatos, desaparición de personas, detenciones ilegales, robo y sustitución ilegal de identidades que recuerde toda la historia del país.
Poner en dudas eso, negarlo, o reivindicarlo como remedio a la violencia armada que ejecutaron en democracia, las guerrillas identificadas con el peronismo o con las organizaciones de izquierda que entonces imitaban los procesos revolucionarios que se desarrollaban en América Latina, es falaz.
La dictadura, al igual que su germen pre-golpe, la Triple A, tuvieron – a diferencia de las otras expresiones de violencia- el Estado como base de operaciones, el presupuesto de todo un país y violaron todas las normas que su naturaleza estatal les imponía: Ninguna de las personas detenidas, asesinadas o desaparecidas, tuvieron acceso a un juicio justo, sin derecho a defensa, ni al amparo de la ley.
Todo eso es historia viva. Comenzó a ocurrir hace cincuenta años atrás, y dejó de suceder hace poquito menos de 40 años.
Desde 1984 hasta la fecha, con los avances y retrocesos lógicos impuestos por las presiones corporativas y las coyunturas políticas y sociales, Argentina cumplió con un proceso de enjuiciamiento y condena ejemplar, para la mayoría de los hombres que desataron aquel terrorismo de Estado. Y también, con la mayor consolidación de la institucionalidad democrática de su historia.
Fuimos la inmensa mayoría de los argentinos los que lo hicimos posible. Estableciendo límites a las intentonas golpistas- las tres que sufrió el gobierno de Alfonsín- y la que terminó reprimiendo Carlos Menem, al mando de Mohamed Seineldín.
La memoria del horror no fue un relato. Hubo juicios, documentales, ficciones cinematográficas, y un trabajo incesante de los organismos de DDHH, que procuró no sólo la justicia contra los responsables, sino la búsqueda de los cuerpos desaparecidos y la restitución de centenares de nietos que sufrieron la sustitución de la identidad.
Todo eso ocurrió y estableció una línea que nadie (o casi nadie) se anima a cruzar o a desafiar. Los argentinos construimos una sólida memoria del pasado reciente y elegimos, ojalá que sea para siempre, vivir bajo el imperio de la ley, la división de poderes y con el libre ejercicio de nuestros derechos individuales.
LA MEMORIA PERDIDA
Desde 1984 hasta hoy, el país vive en crisis. Los gobiernos, todos, fallaron en el intento de consolidar un modelo económico consensuado, que nos permita crecer sostenidamente y estar protegidos de las inclemencias del mundo.
En los 40 años de vida en plena libertad, no hubo ningún proceso político, que haya establecido reglas mínimas pactadas con las oposiciones, que establecieran un modelo de país y un proyecto de cambio profundo en nuestra matriz productiva.
Por el contrario, cada uno de los responsables de administrar el poder, mantuvieron el statu quo, con variables en los discursos, con exageraciones en los deseos y con un mismo resultado. Vale decirlo, sin ponerse colorados: la pobreza estructural creció de manera sostenida a lo largo de los últimos 40 años y la democracia, logro indiscutido, se sostuvo a pesar de los desaguisados gubernamentales.
El radical Raúl Alfonsín lo intentó, pero el endeudamiento externo heredado de la dictadura, lo condicionó y terminó en un incendio económico hiperinflacionario. La oposición, aprovechó la debilidad del gobierno de Alfonsín, le generó decenas de paros generales y le limitó los tibios intentos de cambios que proponía, en un senado que siempre administró el peronismo. A eso, hay que agregarle tres intentonas golpistas, que lo obligaron a retroceder en las políticas de derechos humanos que había sostenido, empezando por el emblemático juicio a las tres juntas militares.
El peronista Carlos Menem profundizó esa hiperinflación (casi nadie se acuerda de su primer año) y luego estableció la ficción del 1 a 1, que al principio se sostuvo con la venta de casi todo el patrimonio estatal y cuando no alcanzó, con un brutal endeudamiento externo e interno. El 1 a 1 se mantuvo intacto, y Menem terminó su segundo mandato con un resultado atroz: la profunda reforma del estado había hundido a las pymes nacionales, dejó un tendal de desocupados y una economía repleta de pólvora caliente, que terminó estallando dos años después, con el gobierno de la Alianza.
De la Rúa fue el encargado de suceder a la década menemista. Su flácido liderazgo y su abuso de conservadurismo, no le permitieron hacer los cambios que su inicial legitimidad le permitían: lejos de proceder a un sinceramiento de la economía, y en procura de evitar costos políticos, eligió profundizar la «convertibilidad», siguió endeudando al país, y finalmente, se terminó yendo en un helicóptero, jaqueado, cuando no, por la oposición que no dejó hueco de protesta por llenar: A De la Rúa lo exterminó su propia incapacidad, pero la oposición peronista lo ayudó bastante.
La noche del 2001 fue la prueba de vida definitiva de la democracia. Nunca, Argentina, había soportado durante el siglo XX, una crisis económica tan profunda, sin que los militares – empujados por los grupos económicos- interrumpieran el proceso democrático. Aquella semana de seis presidentes, que desembocó en la designación del peronista Eduardo Duhalde – ex vicepresidente de Menem y entonces Gobernador de Buenos Aires- terminó también con la convertibilidad.
Entre 2002 y 2003, Duhalde hizo el trabajo sucio que necesitaba el gobierno que lo sucediera. Duhalde sinceró los números y desató el tan temido infierno. El dólar dejó de valer un peso, y saltó a cuatro. El país se llenó de cuasi monedas provinciales, y la crisis fue cediendo. Duhalde no pudo ser reelecto porque entre otras cosas, sus métodos de represión acabaron con la vida de dos militantes sociales- procedimiento a cargo del actual ministro de Seguridad, Aníbal Fernández- y el peronismo dispuso una interna sin candidatos sólidos. Menem intentó volver al poder, pero ganó la primera vuelta con 24% contra el 22% del desconocido gobernador santacruceño, Néstor Kirchner. No hubo segunda vuelta, porque el anti menemismo llegaba al 70% del electorado, y el riojano desertó.
En 2003 nació el «Kirchnerismo», una nueva variante del peronismo. Un gobierno que entró a gobernar a un país sincerado, y con variables macroeconómicas internacionales que no se habían dado en décadas. La soja tuvo precios exorbitantes y el mundo la compraba. Los K dispusieron de la mayor caja que recordara un gobierno desde los años 60. Y en lugar de profundizar el proceso de crecimiento, eligieron el camino del populismo más absurdo: nunca en la historia del país, se produjo un aumento tan delirante del gasto público, como entonces.
Los K solventaron sus doce años ininterrumpidos de poder, con «gestos» que no modificaban nada de lo estructural, pero consolidaban la popularidad del binomio matrimonial. Un gobernador que nunca había recibido a las Madres de Plaza de Mayo en su provincia, de golpe ordenó bajar la foto del genocida Videla de un cuartel militar. La «apropiación» de la causa DDHH, le dio un eje a su gestión. Mientras tanto, las arcas estaban llenas, le pagamos 15 mil millones al FMI y «nos liberamos» del «imperialismo», pero cuando la plata entró a faltar (entre otras cosas por un nivel de corrupción que se exteriorizó en el enriquecimiento de casi todos los funcionarios de la época) decidieron apelar al endeudamiento interno. El Kirchnerismo, en sus tres gestiones, estableció políticas sociales inclusivas que se sostenían «sólo» con los ingresos del intercambio comercial agropecuario. No hubo desarrollo estructural, y al final del proceso, en 2015, los números de la pobreza habían vuelto a ser altos. Los salarios empezaron a perder tibiamente con la inflación, el peso sufrió la mayor devaluación desde 2002, y la mayoría de la población decidió que era el final de un proceso que sabe a fracaso, por lo que pudo ser. Pero que genera nostalgia en quienes, alcanzaron a tener bienes que antes no habían tenido, ignorando que lo que hacíamos en realidad, era volver las cosas a nuestro estado casi natural: el país presuntamente desendeudado, se había vuelto a comer los ahorros y comenzó el más invisible proceso de endeudamiento interno: el Estado empezó a emitir bonos y obligó a los bancos a comprarlos. Entre 2003 y 2015, la «deuda interna» con los bancos e inversores privados alcanzó a niveles récords, sin contar el altísimo nivel de «impresión» monetaria que comenzó el espiral inflacionario. La deuda pública que dejó el gobierno de Cristina Kirchner a fines de 2015 era equivalente en moneda extranjera a US$ 240.665 millones: el 30,7% en moneda nacional y 69,3% en dólares
El triunfo de Macri generó expectativas en los mercados. El perfil empresarial del presidente anunciaba cambios bruscos y un nuevo sinceramiento de la economía. Pero no pasó: Macri, al igual que De la Rúa y el Kirchnerismo en el final, trató de evitar el costo político y prefierió mantener el estado de las cosas tal como las había recibido. La diferencia con sus antecesores, en los primeros dos años fueron nulas. El ex presidente de Boca, decidió prolongar el endeudamiento y pronunciar el proceso inflacionario. A diferencia de los k, prefirió volver al mecanismo de endeudamiento externo y puso al país de nuevo, al cuidado del FMI y los números son bastante claros: a fines de 2019, la deuda estructural del país pasó al equivalente de US$ 323.065 millones: 22,2% en pesos y el 77,8% en dólares. Durante el gobierno de Cambiemos la deuda subió en US$ 82.400 millones, no bajó los niveles de inflación ni puso en marcha ningún cambio profundo. A eso le sumó, cuando no, una oposición obstructiva, que nuevamente eligió los paros y la tensión social, administrada desde los gremios partidarios del peronismo. Macri terminó su gobierno, un dato no menor: fue el primer presidente no peronista que lo conseguía desde el retorno a la democracia, y el primero desde Marcelo Torcuato de Alvear, en ¡1928!
El resto, es el presente. Un gobierno nacido del propio Kirchnerismo, repleto de internas, con una ayuda fenomenal de los gremios y las organizaciones sociales que evitan la explosión social, pero incrementan el cada vez más grande gasto público y su consecuente inflación. Los salarios perdieron más del 40% de su valor durante la gestión de Alberto Fernández. El final del gobierno se acerca y sólo es posible que ocurra, porque la estructura de punteros y dirigentes sindicales, lo comprimen. Alberto triplicó la deuda pública en pesos. El último canje de bonos- renovación de deuda- alcanzó la friolera de 7 billones y medio de pesos. Los bonos vencerán, en mayoría en 2024. O sea, los tendrá que pagar el próximo gobierno.
LA MEMORIA PISOTEADA
Argentina vive, sin ninguna duda, el final de una etapa y se asoma una vez más, al abismo. La acumulación de fracasos políticos y económicos de los últimos 40 años, enterraron la importancia de aquella memoria inicial.
El 24 de marzo, dejó de ser una fecha con sentido popular y quedó prácticamente aislada de grueso de la sociedad. Quienes estimulan activamente la fecha, son en general los militantes de DDHH y las víctimas y sus familias. Además, se sumó la partidización que hizo el Kirchnerismo de la «causa», lo que genera la reacción natural de aquellos que – grieta de por medio- creen que detrás de cualquier acto reivindicativo de la lucha por los derechos humanos, se esconde una maniobra de Cristina, La Cámpora y todo el ballet.
A diferencia de las décadas anteriores, los reivindicadores del golpe de 1976 se animan a hablar en voz alta y seducen a muchos con su relato de la «guerra» y «los terroristas».
El fracaso de las políticas económicas, la consolidación de las antinomias, la tensión que produce la acumulación de generaciones nacidas en la marginalidad, el hundimiento del sistema educativo, y la falta de horizontes individuales, no tiene un sólo nombre ni un sólo apellido para la inmensa mayoría: Un tal Javier Milei, de dudosa salud mental, instaló en la jerga pública la palabra «casta», y toda la política está razonablemente sospechada de su cuota de responsabilidad en este presente.
La corrupción acumulada especialmente en el Menemismo y profundizada durante los primeros 12 años consecutivos del Kirchnerismo, rompió las pocas reservas de ética pública que contenía la sociedad. Robar se justifica, los militantes de todos los sectores políticos pasan por alto las propias acciones de corrupción y eligen justificarlas con las mismas acciones de los otros.
Argentina tiene hoy, un 103 % de inflación anual y una falta de legitimidad de su clase política, que en el siglo 20 no hubiera podido sostenerse sin atracos militares al gobierno.
Pero dentro de la propia democracia, ya hay expresiones antidemocráticas que empiezan a reivindicar a la violencia estatal, como salida. Subterráneamente crece la legitimación de los «Milei» o los políticos tradicionales, como Patricia Bullrich, que creen que, profundizando el discurso de odio, ganarán las elecciones.
Y no advierten lo más grave: el problema de la mayoría de los argentinos, no son las elecciones. La memoria construida en el final de la dictadura y consolidada durante la democracia, ya no tiene prácticamente ninguna legitimidad.
Hay un grueso sector de los argentinos que empiezan a ponerla en dudas, y otros que directamente prefieren afirmar que ya no existe, como por ejemplo la expresidenta y actual vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner.
La memoria fue pisoteada. Las causas que nos unieron a las mayorías, se convirtieron en causas de minorias. La multiplicación del esfuerzo por sostener – justificadamente- las variadas causas de las minorías, se contrapone al abandono de las mayorias que no reciben ni siquiera las esperanzas de soluciones prontas a sus problemas cotidianos.
La dirigencia que nos gobernó, especialmente entre 1989 y la fecha, son los responsables de este desastre y la sociedad lo sabe. Algunos eligen poner el peso sobre unos, y otros, dicen que el otro fue peor.
La democracia argentina está en peligro. Y no por el «lawfare» o por posibles golpes de Estado. No, la democracia argentina está en peligro porque la sociedad ha dejado de reivindicarla.
Construimos una memoria valiosa de nuestro pasado, pero las ambiciones personales y la falta de estatura de nuestros dirigentes para llegar a acuerdos elementales, la fueron perdiendo. Y en ese camino, la terminaron pisoteando.
La mayoría de los dirigentes, están a tiempo de hacer su aporte. Algunos podrían abandonar sus egos y sus intereses. Otros podrían admitir los errores y dejar de señalar a los otros. Algunos podrían dejar de poner energía y dinero en sus internas de palacios. Otros, podrían empezar a decir la verdad, aunque eso les cueste perder votos.
Y al final, lo único importante: el próximo presidente, sea quien resulte, tiene que convocar a un pacto de salvación. Lo contrario, será el abismo más profundo e impredecible que haya vivido nuestra nación desde su nacimiento.