«No existe caída más dura que la caída de una persona soberbia, ni un estupor semejante al que un soberbio prueba al caer. Tampoco existe, o al menos yo no lo conozco, un estímulo tan feroz como el que aprieta los dientes de una soberbia despechada» Almudena Grandes, Las Edades de Lulú 1989.
La piña en la cara de Sergio Berni, una de ellas, quedará retratada en la memoria colectiva de los argentinos. Son esos hechos que marcan una línea divisoria. Habrá un antes y un después de esa paliza, para él y para muchos.
Y no se trata de celebrar una acción violenta, ni de reivindicar el fin de las palabras que implica la decisión de soltar una trompada. No, no es una acción que merezca ser remarcada como correcta, ni mucho menos. Es justamente lo contrario: Si no toman decisiones que mejoren la situación, un asunto exclusivo del y los Estados, la situación se agravará hasta convertirse en el final de la ley.
Y esa piña, es un límite a la soberbia. Un freno, una parada obligatoria, para quienes creen que pueden arrasar con el otro, sin detenerse en lo que le pasa al otro. Sin atender primero a lo que le pasa al otro. Y más, si ese paso, va acompañado de una coreografía de película del oeste americano. El sheriff, que no mira a su alrededor, convencido de que su autoridad se funda en la dureza de sus pasos, en la firmeza de sus gestos, y no, en las necesidades de quien está reclamando.
Sergio Berni es, por sobre todas sus cualidades, un soberbio. Un hombre que se destaca por la burla hacia quienes no se someten a sus modos o acciones. Es el que dice que a él «Rosario le dura tres días», el que asegura que el presidente «no está muerto, porque los muertos no estorban». El que te corre por izquierda o por derecha dependiendo la comodidad del momento, y el que nunca, al menos hasta hoy, ha podido dar muestras de resolver alguno de los problemas que tuvo a cargo.
Siempre, muy propio del kirchnerismo, la culpa es del otro. Del de la nación, del de CABA, de su antecesor, o de cualquiera que pase por enfrente mientras las puteadas se dirigen a él.
A Berni le pegaron, según él, por una «interna de UTA» , o por una «emboscada», o porque el «ministro de la ciudad lo secuestró», en referencia al operativo de una fuerza que no está bajo su mando, y que es responsable de lo que ocurre en el lugar adonde Berni, fue a provocar a los compañeros de un chofer asesinado, que cortaban una calle.
Berni es una buena síntesis del guapo chanta. Del que sigue creyendo que los asuntos se pueden esfumar con gestualidad y miradas duras de galán maduro. Del político que sigue creyendo que en las calles se los respeta por el cargo que ocupan, y que pueden excusarse en otros, y nunca hacerse cargo.
Y pasa que la piña de ayer era una piña auténtica. Nacida de la bronca y la impotencia que da la inseguridad al gobierno, la percepción de que hemos perdido las calles de las ciudades a mano de delincuentes que ya no dudan en disparar y matar. De que empezamos a mirar en el cadáver del otro, el nuestro, el de nuestros hijos, el de nuestros padres, el de cualquiera, menos los de los tipos como Berni.
Porque Berni o los tipos como Berni, van en autos blindados, en helicópteros, con custodias, con aparatos partidarios (como ayer), y bajan en los lugares «de conflicto», rodeado de cámaras de TV. Y se paran frente a la situación, generalmente después de que ocurrieron los hechos, y miran, creyendo que sus miradas o sus presencias, son capaces de fulminar al otro. De reducirlo. De ponerle freno al dolor, al grito, a la protesta que produce, por ejemplo, una muerte.
Y ayer, la realidad le dió una trompada. Porque lejos de calmar, su presencia irritó. Porque él representa todo aquello que está fallando, le quepa o no a él, pero lo representa.
Representa al estado ausente, a las inversiones no hechas, a la falta de personal policial en las calles, a la incapacidad para ordenar a las fuerzas de seguridad. Y encima él sí representa a los bocones, a los provocadores, a los que nunca, jamás, dejan de usar cualquier situación para sacar ventaja. Para «posicionarse» frente al otro, con la convicción cada día más indisimulable, de que lo único que le importa o le termina importando es eso: posicionarse, seguir proyectando sus sueños de grandeza en el futuro.
Berni es la representación de la desconexión que tiene buena parte de la dirigencia política argentina, especialmente de la que gobierna, con el resto de los humanos, a los que debe darles respuestas. A los que les debe soluciones, y no postureos de macho del arrabal.
La piña o las piñas, que se comió Berni no son un repudio a él. Sino la continuidad de un proceso de degradación que se viene gestando en la sociedad argentina, en el que se mezclan el cansancio, la impotencia, la escasez económica y una enorme incertidumbre. Y la demostración de que la cooptación política de todas las estructuras gremiales y sociales, al principio puede servir para «contener» las protestas y los reclamos, pero que la realidad tarde o temprano termina superando esos cordones de protección y los rebalsa, produciendo situaciones anárquicas que sólo terminan siendo la puerta de entrada a situaciones aún más graves y conflictivas.
Lo que está fallando no es la gente expresando su hastío, sino la ausencia de políticas. Y desnuda una verdad que no por desmoralizante, requiere de una reacción inmediata de parte de quienes gobiernan: El Estado va desapareciendo en la vida cotidiana de la gente. Las dificultades del tipo común ya no soportan el corsé ni el maquillaje de la politica tradicional, ni las protecciones mediáticas.
La piña a Berni es una piña al corazón de un modo de hacer política: el modo demagógico de creer que lo gestual puede moderar algo del mal clima que ya domina las calles de todas las grandes ciudades del país.
Ya no hay espacio para guapos, ni para soberbios que miran al otro con una autoridad que ya no tienen.
La gente, que dice odiar a la politica, en realidad clama de manera urgente lo contrario: políticas públicas que les cambien la vida, que les permitan vivir con algo de tranquilidad a la calle, y un lugar en el mundo, desde donde puedan proyectar algún sueño.