Hace cuatro años, Javier Milei era un «outsider» gracioso que recorría los programas de televisión porteña y generaba escandalosas discusiones con sus interlocutores, hablando de economía, despotricando contra lo estatal, proponiendo una especie de anarquismo liberal. Y todos nos reíamos de Milei. Porque representaba un espectáculo visual con su look despeinado, y sus frases feroces. Mileí era un entretenimiento y se animaba a decir lo que entonces nadie se animaba a decir, porque la teoría económica y política de los últimos cien años, las habían enterrado.
Milei es el individualismo extremo. La reivindicación del sujeto y la propiedad, por encima de cualquier cosa. El ultraliberalismo que supone, que los hombres y las mujeres no necesitamos de un pacto para vivir. Que el Estado, los impuestos y todo aquello que contribuye a la paz social, como la salud y la educación pública, son asuntos secundarios; y que el mercado se encargará de resolver las inequidades, chorreando hacia abajo.
Milei nunca mintió y hay que admitirlo dolorosamente: «El loco Mileí» no ocultaba sus intenciones, los que no entendían lo que estaba pasado eran los que le abrían micrófonos y cámaras. Los que aprovecharon la veta atractiva del invitado, para inflarlo y hacerlo crecer hasta niveles impensados. Tan impensados, cómo el nivel que puede depositarlo en la Casa Rosada. Y a través del voto popular, que es lo más trágico.
Hace cinco años era imposible pensar que ese tipo fuera una alternativa real a la presidencia del país.
Ahora, Mileí es una posibilidad concreta. Es genuinamente posible y los responsables en gran medida, son los mismos a los que ahora «tenemos que salvar». Ocurrió recientemente en Brasil y los Estados Unidos, con Bolsonaro y Trump. ¿Por qué no ocurriría en Argentina, un país en el que los sueños colectivos e individuales se vuelven cada día más inalcanzables?
La «política» se ha cargado a dos generaciones en Argentina. La política, la incapacidad política, la malicia política, la estupidez política, se ha cargado las ilusiones de más de la mitad de la población. Y a buena parte de la otra mitad, la llenó de resentimientos y prejuicios, y desde ahí, nace y crece un Milei.
Los que siguen sosteniendo la culpabilidad de los factores externos, ya no tienen cómo explicar que el resto de los países latinoamericanos funcionan como países normales en todos los parámetros macroeconómicos. Es imposible que Argentina haya sido elegida por «los organismos internacionales y los fondos buitres», y el resto no. Algo pasó en los últimos veinte años en los intestinos de la institucionalidad argentina, en el manejo de las arcas públicas, en el desmanejo de los recursos públicos, para que nos encontremos en este punto ciego, sin horizontes ni ilusiones colectivas.
Pasaron los egos desenfrenados de Cristina y Macri, por ejemplo. Que lejos de rendirse siguen fogoneando peleas públicas, no sólo con los adversarios, sino dividiendo a sus propias fuerzas, discutiendo espacios de poder menores, y exponiendo a la dirigencia política tradicional en una especie de esqueleto incapaz de prometer nada, porque no les quedan promesas incumplidas. No quedan palabras por quemar, ni frases que tengan un mínimo de credibilidad.
«La política tradicional», rebautizada con éxito por el propio Mileì, como «la casta», no sólo no pudo darle respuestas al nuevo golpe inflacionario, sino que comenzó a mostrar hilachas penosas: Entre un gobierno nacional que está dividido desde su origen, las internas de las organizaciones del peronismo, la falta de ideas nuevas; y una oposiciòn que parece empecinada en autodestruirse, formulando divisiones constantes que están fundadas, casi todas, en los egos y las tensiones entre los partidos que la componen, la percepción social – legitima y razonable- es que se están ocupando más en «resolver sus cosas y sus lugares», que en darle soluciones a los problemas de fondo
Y entonces la sociedad, «la gente», procura salidas. No se puede culpar a la gente por su desilusión, por su sensación de estafa continua, por su alejamiento notorio de la política, que a los ojos de la mayoría de ellos es «un circo vacío».
En otras épocas, la salida a estos laberintos la proponian las corporaciones con la herramienta militar: golpe de estado y ajuste brutal. Hoy, afortunadamente, lo define la población habilitada para votar. Y ahí si que no hay nada por lo que chillar.
Los números de Argentina son irreales. La desigualdad argentina se acerca cada día más a las de los países más subdesarrollados. Los números macro del país, bajan desde hace veinte años de manera ininterrumpida: No es sólo la inflación, y la falta de moneda, no. Es la falta de inversión y planes en educación. Es la ausencia de políticas de desarrollo. Es la falta de conciencia del mediano y largo plazo. Es la falta de inteligencia para pensar más allá de las próximas elecciones.
Tenemos una dirigencia de cromo, que pretende el bronce, y que se lleva el oro. Y afuera, en la calle, una sociedad extraviada que sólo pretende llegar a fin de mes con algo de calma, poder proyectar la vida de sus hijos y sus nietos y no seguir perdiendo la libertad que les fue quitando la violencia social.
La alquimia es tragica: Una sociedad que no cree en la política, que no le debe nada a la política.
Una sociedad devastada, que cae en la tentación de» creerle a un redentor». Alguien que contagie la idea de que esto se va a terminar, que esto sólo a un grupo de responsables que se pueden señalar fácilmente y que, eliminándolos, y tomando decisiones con cojones, esto se revierte en horas. Y todos vamos a ser dueños de lo nuestro, y tendremos el derecho a defendernos de los otros, holgazanes, que no tienen porque no han querido tener, o porque no han sabido, o porque, mala suerte, les tocó nacer en el lugar y en el tiempo equivocado.
Y muchos, sabemos que el paso siguiente es una tragedia mayor. El liderazgo delirante, termina siempre en escenarios brutales, mucho peores al espanto que genera el presente.
Es la «Weimarer Republik» o algo parecido, adaptado a los tiempos de velocidad del siglo 21 y la IA.
Y no es culpa de Milei, ni de quienes encuentran en esa figura una salida.
La política argentina tendrá que dar un paso adelante, bajar la intensidad de sus ambiciones y empezar a mirar desde cerca las consecuencias. Y pagar con resultados electorales, los daños ocasionados.
Si es que siguen creyendo en la política y en su capacidad transformadora, y no se han convertido, como el propio Milei, en un grupo de enajenados que sólo creen en sus necesidades momentáneas y sus impunidades.
En tal caso, lo que viene es el horror.