
La renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia de un bloque, a la que accedió sólo por llevar el apellido Kirchner, no debería ser una noticia importante. En realidad no lo es, pero los efectos que genera en el mapa mediático , terminan cayendo sobre el humor social, sobre los niveles de confianza en la presidencia y especialmente, sobre la tranquilidad de las negociaciones que lleva adelante un gobierno, que no sólo representa los pensamientos juveniles del hijo de la vicepresidenta y sus amigos, sino el del Estado argentino.
Los «Máximos» te ponen en una posición presuntamente jodida, que a esta altura sólo un estúpido puede sostener: los que creemos que Argentina tiene que poner en marcha un plan de desarrollo y crecimiento, con las mismas condiciones que tuvieron todos los paises que lo consiguieron, parece que queremos «entregar el patrimonio nacional al FMI», mientras ellos se quedan con la remera del Che, los cánticos revolucionarios y el honor del que nunca transige. Mierda de relato. No existe en la historia argentina ninguna solución a ningún problema, que no haya sido la consecuencia de algún acuerdo previo, de un enorme costo político y algo más: con un fuerte respaldo social. Un asunto que el Kirchnerismo, contra sus propias convicciones, tiene cada vez más dificultades para conseguir.
La idea afiebrada , sobre todo de quienes nunca asumen la responsabilidad de gobernar y mucho menos en las situaciones complicadas, de que no pagar una deuda es una alternativa, a esta altura ni siquiera genera el enojo de ponerse a discutir. Y si a esa idea, le agregamos el despropósito de provocar renuncias para incomodar al presidente que ellos mismos eligieron y eligieron para que la gente lo elija, entonces directamente no califica para debatir nada, con ninguno de ellos.
Poner sobre la mesa, el cuestionamiento sobre la «legitimidad» de la deuda es tan absurdo cómo ir al banco y decirle a los gerentes que a la guita se la quemó el cuñado en la timba, y que por eso, no consideramos justo que nos reclamen el pago. Es obvio que fue el cuñado. Pero el documento lleva nuestra firma, y si firmamos, porque firmamos como Estado, nos tenemos que hacer cargo. Primero de pagar, y después de evitar que el cuñado no tenga nunca más acceso a los ahorros familiares.
El kirchnerismo «kirchnerista» , por encontrar una clasificación que los defina como tales, sigue creyendo que se trata de ir al banco y no pagar. Y lo que pasa cuando no se paga, lo sabemos todos: embargos, ejecuciones, inhibiciones, lista negra de créditos, plata cara, etc, etc, etc.
Que Macri o Magoya hayan aceptado condiciones inmorales de endeudamiento, no es un tema del Banco. Es un tema de los argentinos. Y los argentinos, en tanto responsables de votar a nuestros gobiernos, tenemos que resolverlo. Y se resuelve puertas adentro. Ya sea por el camino de la justicia, o por el camino de la política.
A «los chicos» les parece que no. Que no hay que aceptar las condiciones del Fondo y que hay que arremeter con la mística del bombo y el choripán. Seguir con la desmesura de la inflación, de la economía explotada y con el festival de gastos públicos que nunca se terminan de entender ni de achicar.
No hay alternativa más allá de un acuerdo con el Fondo. Y no lo digo yo, que no soy nadie. No lo dicen los nietos de los chicagoboys, ni los delirios de Milei, ni Macri y compañía: lo dice Guzmán, que es el ministro de economía y que viene remando desde hace dos años para cerrar este acuerdo y lo dice un compañero: Agustín Rossi, al que ningún kirchnerista con un poco de memoria, podría reprocharle deslealtad con la Jefa ni con el pibe.
Max Weber nos explicó hace más de un siglo, que frente a una dificultad, sólo quedan dos caminos: El de las convicciones (ignorando las consecuencias y resguardándonos el alivio egoísta de no haber hecho lo que se podía) o actuar bajo lo que se denomina «la ética de la responsabilidad». Es decir, aunque sepamos que no es lo que queremos, debemos tomar decisiones dolorosas que en el largo plazo, y si somos capaces de construir un camino de seriedad institucional y cumplimiento de las metas, terminan dando resultados.
Máximo ( y Cristina, suponemos) eligió una tercera vía: la ética de la irresponsabilidad. Un oxímoron, que además de mostrar un nivel de egoísmo y especulación inoportunos, no sirve para nada. Ni resuelve el problema, ni genera nada positivo en relación a una posible superación futura.
No aceptan que el Fondo imponga condiciones y prefiere el relato heroico del default y la vida por afuera del mundo occidental. Claro, digo mundo occidental, porque de eso se trata. El Kirchnerismo infantil, o el kirchnerismo kirchnerista , supo vivir de la gloria del «capitalismo salvaje» que generaba millonarias ganancias de dólares con el viento de cola de las comodities, pero cuando se nubla o no gobierna, claro, dice que es preferible no pagarle a los acreedores, no llegar a un acuerdo con ellos y no tirar «sobre los desposeídos la carga de la deuda»
La historia de las deudas con el FMI es demasiado vieja. Todos conocemos la toxicidad de tener a un organismo internacional controlando las cuentas internas y obligando a ajustar los gastos, para conseguir que le devolvamos el dinero. Le pasa a Argentina en bucle, desde finales de la década del 50 – del siglo pasado- cuando Arturo Frondizi pidió 75 millones de dólares. Desde entonces, nunca dejamos de deberles, más allá de ese interludio generado por el propio Kirchnerismo, que siempre requiere una aclaración: le pagaron al Fondo con reservas públicas, pero generaron una montaña de deuda pública con otros organismos, con fondos buitres y con otros paises, que engrosaron el nivel de endeudamiento del país y lo pusieron en una situación de desconfianza que le valió el final del crédito del mundo.
Una afirmación cínica si las hay. En Argentina, más allá de la deuda, hace veinte años que se vienen profundizando los niveles de pobreza y marginalidad, pagando o no pagando al Fondo. La pobreza no tiene que ver con la deuda externa, sino con la ausencia de planes de crecimiento. Y no hay plan posible de crecimiento en este país, ni en cualquier otro, si no se llega a grandes acuerdos que pongan lo importante por encima de las necesidades electorales de los partidos.
Si este país tiene hoy, por ejemplo, un 60 % de sus niños bajo la linea de pobreza, si de esos niños la mitad abandona la escuela, si esa mitad de niños no tienen hogares donde se los contenga y terminan siendo- en el mejor de los casos- niños que salen a buscar su comida a la calle, o directamente soldaditos de los carteles de drogas que funcionan, si, en todos los conurbanos, no es culpa del Fondo Monetario. Es culpa de varias generaciones de políticos irresponsables que sólo piensan en ganar las proximas elecciones. Como Máximo, por ejemplo.
La idea de no «comerse los costos» de un acuerdo con el FMI aterra al Kirchnerismo kirchnerista y los expone de la peor manera. Porque en realidad, lo que creen que está en juego son las bancas legislativas o las gobernaciones de muchas provincias, no la estabilidad futura de la macroeconomía y el final de un proceso de inflación e inestabilidad que hace imposible una mínima planificación. No ya del país. De ninguno de los hogares de trabajadores.
Lo mejor que puede pasarle al país, es encontrar de manera urgente, un punto de partida que nazca del acuerdo. Y después, salir del punto lo más rápido que se pueda, con un plan de desarrollo y crecimiento que no dependa de los próximos resultados electorales.
Y ahí la obligación de la oposición es votar el acuerdo. Mucho más, de todo el oficialismo, de sus diputados y senadores .
Todos deben «comerse el costo» del acuerdo. Y pensar al país, más allá de sus propias vidas .
Y al final: Los que «ganen» no serán los partidarios ni los militantes ni los funcionarios de este gobierno, ni del próximo, ni de los próximos cinco gobiernos. Lo que ganen, serán los que habiten este país dentro de quince o veinte años.
Si es que lo hacen ahora, y lo ponen en marcha. Sino seremos lo que amenazamos con ser, aunque muchos no quieran darse cuenta: un país africanizado, con niveles de marginalidad y violencia dominados por bandas que superan la capacidad del Estado, y en el que supervivan los ricos, que consigan ponerle alambrados electrificados a sus hogares.
No es una exageración: pasa en Sudáfrica, pasa en Venezuela, y pasa en todos los países donde el Estado no supo imponerse por sobre las ambiciones y las desmesuras de sus dirigentes.
Máximo es un claro ejemplo de eso. Del otro lado, sobran ejemplos parecidos.